Fue noticia días atrás la destitución de un laureado y ardoroso entrenador de baloncesto. Sorprendía porque acababa de conseguir el título de campeón de la Liga ACB, pero las razones esgrimidas por su club no eran deportivas sino la salud del cesado. Es verdad que, como canta Sabina, yo también paso por Concha Espina como pasa un forastero, pero poco importa que se trate del Real Madrid. Podría haber sido, por ponernos antiguos y nostálgicos, la Jugoplastika de Split o nuestro fugacísimo CBS.
Si traigo aquí el suceso no es tampoco por la paradoja que se da cuando el empleador parece preocuparse mucho más por la salud del empleado que el propio infartado, ni por la circunstancia de que el cese se anunciara el mismo día en que Pablo Laso era revisado en consulta por su cardiólogo, que le daba vía libre para continuar con su desempeño profesional. Ni conozco los detalles concretos del caso ni cabe especular.
Entre los múltiples relatos periodísticos del curioso desenlace se distinguen fácilmente aquellos fieles al comunicado oficial, aderezado con algunas filtraciones desde el club, de los que defienden y beben de la postura del entrenador, que quería seguir en el cargo. Los primeros suelen omitir un detalle a menudo presente en los segundos. El hecho no es discutible: antes de ser cesado Laso despidieron al médico de la sección de baloncesto, Miguel Ángel López. La causa de tal despido, pongámosla todavía en el terreno de la hipótesis, me estremece: porque se negó a dar la baja laboral al entrenador.
De entrada, sorprende que pudieran pedirle que le diera la baja, porque ante una enfermedad común, como es un infarto de miocardio que sorprendió a Laso en su domicilio, no en el banquillo ni en el vestuario analizando vídeos del Barça, emitir ese documento de incapacidad temporal no sería responsabilidad del médico del club sino del de cabecera, por mucho que desde los despachos se pretendiese argumentar un accidente laboral. Suponiendo que el despedido colega sí fuera el médico de cabecera de Laso, difícil dualidad la de ejercer a la vez como médico de empresa y del trabajador. Dudo mucho que así sucediese, e incluso en ese caso la presión ejercida sobre López sería más grave. En conclusión, despedidos ambos. Que los tribunales correspondientes diriman sí hay conflicto entre las partes. A mí, como médico, me inquietan estas situaciones, y también otras, que suelen pasarse de puntillas, como si carecieran de la menor importancia.
Por ejemplo, con relativa frecuencia se leen en redes sociales, pero también en prensa, acusaciones graves de errores, de negligencias, de omisiones de asistencia incluso, que se lanzan al conocimiento público sin contrastar la versión de los profesionales sanitarios implicados. Conozco bien nuestras limitaciones, antes que ninguna las mías, y no sería justa una defensa corporativa porque sí, pero menos lo es la acusación general (suelen señalarse centros de salud u hospitales, no personas concretas), que arroja sobre el conjunto de los médicos, enfermeros y resto de trabajadores una sombra de sospecha. En este contexto, sorprende menos que una empresa despida sin más a un médico que, llegada la hora de tomar una decisión, no se decantó por la que los superiores le demandaban sino por la que, acertada o equivocadamente, consideró que, según sus criterios clínicos, era la adecuada para su paciente o la ajustada a sus competencias. Mis respetos para este compañero.
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