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Que me espíen, por favor
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COLES DE BRUSELAS, 31

Que me espíen, por favor

Actualizado 10/06/2022 11:42
Concha Torres

El iPhone (sí soy de esa secta) me dice cuántos kilómetros he andado hoy, cuantos más que ayer y cuantos más o menos que mañana. También me comunica lo andado esta semana, la anterior, el mes pasado y el año transcurrido y ya que está, me cuenta los pisos que he subido; y todo esto, el muy impertinente, sin que yo se lo pregunte; sin atenerse a la sacrosanta regla aprendida de nuestros mayores de no intervenir ni hablar si no te han preguntado antes. Y aunque me he resistido durante muchos años, también me lanza un pitido determinados días en los que hay que pagar alguno de los pocos recibos no domiciliados o ir al dentista; eso se lo consiento porque él no falla y yo sí, lo digo con resignada fatalidad.

Cuando camino todos esos kilómetros que mi teléfono contabiliza, voy muchas veces acompañada y, claro está, departiendo con quien me da la alegría de caminar conmigo. Cuando vuelvo a casa, Youtube me propone escuchar la canción ganadora de Eurovisión o ver un video de la reina Isabel de Inglaterra porque, miren ustedes por dónde, en nuestras caminatas los hemos nombrado. Mi supermercado sabe qué marca de papel higiénico compro; de otra forma no se explica que cada semana me llegue una oferta on line con un descuento especial si compro dos paquetes de doce rollos de esa marca. También en mi muro de Facebook aparecen anuncios de medicamentos contra la incontinencia urinaria (supongo que porque rebaso ampliamente los cincuenta) y anuncios de páginas para ligar con solteros de mi misma quinta. A Dios pongo por testigo, jurando sobre la tierra roja de Tara, que no me hace falta ni lo uno ni lo otro, pero a veces los espías fallan, aunque en mi caso las consecuencias no sean tan graves.

Los indignados del mundo, que son legión, se indignan cuando les espían. Si además son políticos en entredicho o estrellas mediáticas en fase descendente, la indignación por el espionaje les puede dar jugosos réditos en los juzgados o en las revistas, que al fin y al cabo son el jurado popular de nuestro tiempo. Los casos de espionaje han tumbado gobiernos en la historia, y yo no les oculto que como género literario es uno de mis preferidos; pero no me embalo por esos derroteros porque si me pongo hacer listas de novelas sobre el asunto, necesitaría tres columnas como esta y la cosa no va por ahí. La cosa va de los interesantes que nos hemos puesto todos con esto del espionaje telefónico sin pararnos a pensar que para ser sujeto espiado ya no hace falta ser ni importante ni siquiera disidente, y menos aún dirigente regional: nos espían a todos desde el momento en el que tenemos un móvil y navegamos por Internet, cosa que hacen hasta los nonagenarios. De mí, que por motivos varios soy usuaria abundante de las redes sociales, deben tener hasta mi talla de sujetador; y francamente, no me importa. Es más, quisiera yo que me espiaran más y mejor; y que cuando quiero viajar en avión, me adivinen las intenciones y me manden ellos un billetito ya comprado y pagado, para no tener que pelearme con esas aplicaciones horribles que no funcionan. Que me espíen por la mañana y pongan la cafetera en marcha para encontrarme el café hecho recién levantada y que manden alguien a casa cuando yo no esté que, a ser posible, ponga la lavadora y la tienda. Si de paso me espían lo suficientetmente bien, que me tengan la cena preparada con lo que me gusta después de una jornada laboral de las de aquí.

Y puestos a soñar, que me espíen para saber si me encuentro bien o mal y me manden un mensaje de ánimo en mis días cenizos, y me digan si a mi alrededor alguno de mis seres queridos tiene un día malo para acudir yo rauda y veloz a consolarlo; espionaje sentimental se diría, que creo que de eso andamos todos con mucha falta. Porque aquí nos indignamos cuando nos cuentan que se han metido en nuestros teléfonos a robarnos datos e información (poco interesante casi siempre) pero no espiamos al prójimo con la sana intención de ver qué tal se encuentra cuando se encuentra mal, y hasta preferimos no saber la respuesta si el pobre se atreve a dárnosla. Vale, que sí, que está muy feo que el estado se ponga a espiar a sus prohombres y los prohombres espíen a sus enemigos; pero tampoco está bien que a mí me manden anuncios de solteros cincuentones con ganas de consuelo cuando yo jamás me he interesado por ellos (y no digamos las recomendaciones para la incontinencia urinaria) y no monto un escándalo por ello. El espionaje es molesto hasta para los que no somos nadie.

Concha Torres

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