Estos días está sobre el tapete de la actualidad el asunto de la prostitución, una de las lacras humanas con las que convivimos como si no existiera, como si no fuera con nosotros, como si fuera lo más normal del mundo. ¿Lo es? Ni mucho menos. Pero parece darnos secularmente igual.
Pero, como toda lacra humana, la prostitución no puede abolirse por decreto ley. Como tampoco puede abolirse por decreto ley ninguna de las lacras –porque no son pocas las que en nuestro presente existen– con las que convivimos también como si tal cosa.
Estamos, claro está, por la abolición de la prostitución, la femenina, la que sea. Y, en este sentido, nos parece positivo que, desde los poderes públicos y desde el parlamento se legisle en ese sentido. Como también nos parece importante que tales poderes velen por el rescate de las mujeres prostituidas, que no prostitutas.
Porque, en esto, como en casi todo lo que significa y supone menoscabo humano, la desgracia se ceba y cae siempre en los eslabones más débiles. Esas mujeres inmigrantes, esas mujeres que acuden al primer mundo engañadas, prometiéndoles el oro y el moro, para terminar cayendo en redes que las convierten en mercancías y que obtienen beneficio de su esclavitud y de su desdicha.
Porque la prostitución es una forma contemporánea –secular también, si se quiere– de esclavitud. Y, como ocurre con toda esclavitud, es la conciencia social, más allá de las leyes y de los buenos deseos, la que puede erradicarla. Si la sociedad no está madura para tal abolición, no desaparece, por mucho que se legisle en tal dirección.
Cuando el sexo se convierte en mercancía, en negocio, en dominio, algo de lo esencial humano está siendo cuestionado, está fallando. Porque entonces estamos animalizando las relaciones físicas humanas y las estamos desposeyendo de algo que les da sentido y las dignifica: el amor, los afectos, las querencias, las apuestas por el otro y por los otros.
Al igual que la esclavitud ha sido abolida por la historia –pese a que sigan existiendo, desdichadamente, tantas formas de esclavitud en nuestro presente–, también la prostitución, todas las formas de prostitución, han de ser erradicadas de las prácticas humanas y de nuestra propia conciencia.
Una de las mayores conquistas de la modernidad europea –ay, si la tuviéramos más en cuenta y más presente– es la de la dignidad, que pusieran sobre el tapete de la historia los humanistas, a través de un enunciado que es clave y que habría se funcionar como una brújula esencial y nítida: todo ser humano, por el hecho de serlo, es sujeto de dignidad.
Y tal principio habría de ser la guía que nos llevara a erradicar todas las lacras con las que convivimos como si tal cosa: la prostitución, todas las formas de prostitución; el racismo y la xenofobia (ese odio visceral, por ejemplo, hacia los llamados ‘menas’ o hacia cualquier inmigrante) y otras muchas lacras que tenemos ahí sin resolver.
Porque lacras, al fin y al cabo, son los salarios ínfimos que impiden salir a quienes los sufren de la pobreza; o los alquileres caros, que provocan el mismo efecto. Y ponemos solamente unos ejemplos que están ahí y frente a los que no reaccionamos. Y a los que vemos como si tal cosa, como lo más normal del mundo.
Solo esa conciencia clara, que habría de ser transmitida a la ciudadanía desde los ámbitos familiar y educativo, podría ser el impulso que nos llevara a ir erradicando, aboliendo (que es el término estos días utilizado), tantas y tantas lacras que impiden que la vida de todos sea más digna.
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