Vamos construyendo la memoria con detallitos nimios, sin importancia aparente… que se van volviendo recuerdos, muchas veces con mayúscula. El fútbol/futbol –dos nacionalidades, dos acentuaciones– es, para mí, uno de ellos.
Niño gordito, malo para los deportes –si no suspendía gimnasia (ya tenía el nombre oficial de Educación Física, pero lo habitual era hablar de la clase de gimnasia) era porque sacaba notas decentes en lo demás; bueno, tampoco se me daban bien el dibujo ni los “manuales”–; por ello, tampoco fui un aficionado al fútbol/futbol –dos nacionalidades, dos acentuaciones–: jugaba cuando no había más remedio, de defensa, para moverme poco; tampoco lo veía en la tele, los domingos por la noche –en mis años mozos, aquellos de solo una cadena (a la otra, que no se veía mucho, se le decía “el UHF”, nada de “La 2”, como mucho, “la segunda”)– se televisaba un partido los domingos por la noche, tradición que retomó Canal Plus.
Todo cambió, para mí, alrededor del Mundial de Argentina, cuando aquel lío del Salamanca con el Málaga, no recuerdo si esa temporada o la anterior: fue la primera vez que entré en el Helmántico, a ver un UDS-Español –entonces no llevaba la “ny”–, invitado por un señor, Diego, que, al igual que mi familia, tenía la costumbre de comer en el Copa Viga los domingos; a Diego eso de que a un niño –tendría nueve o diez años– el fútbol no le llamara la atención debió parecerle tan extraño que se empeñó en llevarme… Y vino la epifanía, la que me convirtió en el futbolero que hoy soy.
Enseguida, con la afición llegó el primer álbum, y con él, lo de cambiar cromos, en el cole y en la Alamedilla; recuerdo que conocí a los hijos –creo que era más de uno, siempre iban con el abuelo– de D’Alessandro; –también me dice la memoria que solían ser generosos con los intercambios, no sé si ellos per se o por intersección del abuelo. Qué les puedo decir: eso de cambiar cromos con los hijos del ídolo era algo muy fuerte para un prepúber.
Lo del Real Madrid, o sea, eso de tener otro equipo además de la Unión, lo asocio con el colegio y una clase en la que predominaban los culés; creo que fue la semifinal contra el Inter en la Copa de Europa de 81, la de los García, la última final perdida en esa competición; y luego ya, en BUP, aquellas remontadas y la cara de satisfacción sobre todo del señor notario –entonces era nada más Miguel Ángel Delgado– las mañanas siguientes. No recuerdo que predominaran los madridistas y creo que por eso empecé a tomarle cariño hasta que se volvió mi otro equipo… Y luego llegaron los de México… Y la tristeza de que desapareciera la Unión, que aún tuvo tiempo de darme, a la distancia, unas cuantas alegrías: lo de Albacete, Lillo, Chechu Rojo y aquellas remontadas…
Los recuerdos en ebullición retroceden hasta la adolescencia, otra vez: el ascenso de Burgos, el no ascenso en el último minuto del último partido unos años después; el Mundial de México –quién me iba a decir que me hospedaría, años después, en el hotel en el que estuvo Alemania en la ciudad de los cuatro goles de Butragueño–; la séptima del Madrid, ya en México, el año que me casé; y, con los años las eurocopas y el Mundial de Iniesta de mi vida, pero también ver el México-Alemania de Francia 98 en Salamanca –poco antes de la boda, ya les había dicho–; y la secuencia de Champions más reciente, en la que destaco la final de Cardiff, porque la vi en el celular/móvil porque estaba en el cumpleaños de un amigo…
Estos recuerdos, eso sí, son como aquellos cromos pero, aunque estén repes, ya no los cambiamos… por nada.
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