Cuando empieza a cambiar el tiempo y sentimos la tibieza de los días, se impone una tarea habitual en esas fechas: hacer el cambio de armario. No, no me refiero con esto a andar cargando el mueble de una habitación a otra, sino a… llamémoslo… estructurar los armarios de forma que quede más a mano la ropa de primavera-verano y más guardada la de otoño-invierno.
Así, van desapareciendo de nuestra vista todos los ocres, marrones, grises, negros, igual que se van poco a poco de la naturaleza, eso sí, oliendo a detergente especial para lana y a suavizante floral que se esparce por el aire y deja toda una primavera dentro de nuestro ropero (¡pero sin avispas!).
Mientras tanto, damos un agüita a todo lo de la nueva temporada, incluso a las nuevas adquisiciones, que después de secar y planchaaaar (uuuuffff!! ¡¡Qué sudoreeees!!) vuelven a dejar nuestro armario oloroso, colorido y florido, con sus amarillos limonessss (aaaayyyy, ¡¡qué acidez!!), sus verdes lima (uuurrrrggg!!!!, ¡¡dentera!!), sus rojos manzana starking (¡¡qué bien que llegamos a la fruta rica!!), sus rosas batido de fresa (¡¡por fin, el postre!!), y sus verdes menta (estupendo: ¡¡incluso acabamos con infusión!!). Que, por cierto, ahora que lo pienso, no entiendo por qué a los colores de primavera y verano se les asocia alimentos y a los de otoño e invierno, no. Por esa regla de tres, en vez de decir marrón tierra, deberíamos llamarlo marrón castaña; si es más clarito, color nuez, y si aún es más claro pues… ¡¡castaña pilonga!! En lugar de hoja seca, amarillo pollo revolcado (pollo sin asar, se entiende); en vez de granateeee… ¡¡solomillo poco hecho!! etc. De verdad, qué falta de imaginación tienen los de la moda, se las dan de creativos, pero nada de nada, que nos dejen a nosotros y bautizamos de nuevo todos los colores, ¡lo solucionamos en un pis-pas!
Después, cuando acabamos con la ropa, empezamos con el calzado: fuera botas, botos, botines, abotinados, y ¡a dar alegría a los deditos al aire! (y al desfile de tiritas, los pies como un ecce homoooo de ampollas por las sandalias, taaaan fresquitas).
Cuando estamos que no cabemos de gozo porque ya hemos realizado el cambio de armario, nos baja diez grados el termómetro, ay, qué frescoooorrrr, y dónde estará esa chaquetita de entretiempo que me daba tantísimo calor hace unos días… y volvemos a bucear en lo ya ordenado lavado y perfumado, y aparece, en los fondos abisales, con las otras siete mil chaquetitas que desechamos por calor elevado y sudores varios.
De nuevo al cajón inmaculado de los calcetines, porque da no sé qué ir con zapato abierto después de este diluvio mañanero que me ha caído encima, voy a meter el paraguas plegable en el bolso por si acaso.
Con el kit de supervivencia ante bajas temperaturas me defiendo un par de días, entre el polvo del Sáhara y los chaparrones que me dejan el coche, recién abrillantado, de lunares de un tono entre amarillo pollo revolcado y castaña pilonga, a falta de una buena ducha limpiadora.
Los pies ya se me estaban curando, pero vuelve otra subida de doce grados a la sombra y temo ponerme otra vez esas sandalias tan moooonas.
No sé si volver a lavar y planchar lo que he usado estos días, porque tal y como está el precio de la electricidad, ¡¡creo que renta más irse a vivir a una playa nudista!!
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