Tengo la mala costumbre de pensar en el peso real de cada cosa que convierto en extraordinaria ante mis ojos. No me refiero a peso en gramos, sino a peso en minutos, en recuerdos, también en palabras perdidas. Es el poder de la extraordinaria cotidianidad, de días en los que la nada pasa a serlo todo en la situación indicada. Vivir para que los minutos sobrantes, en ocasiones ausentes, sean deseados.
Quizás me equivocaba al pensar que no me gustaba el café. Tal vez solo lo rechazaba por rebeldía, por llevar la contraria. Ahora me he acostumbrado a su ondulante color temblando en las orillas de la cuchara, a su calor menguante deshaciendo las galletas e, incluso, a su anhelo en la taza vacía. El repiqueteo del sobrecito de azúcar zarandeado es reconfortante, más lo es escuchar cómo se desgarra uno de los extremos. Es un ejercicio de meditación verter con exactitud azarosa sobre ese pequeño lago la cantidad exacta de azúcar, la que viene en el sobrecito. Y luego da pena verlo tan vacío reposando en el platillo, como si todavía pudiera dar algo más de sí. Yo me apiado de él y busco darle un significado puro y único, transformarlo en un humilde relicario para que guarde lo que mi cabeza no podría. La extraordinaria cotidianidad del azúcar enclaustrado. Así, ante mis ojos, es ahora un souvenir atípico, descontextualizado e irracional, pero tan sensato que quisiera escucharlo hablar; que, en lugar de azúcar, hubiera acogido el sonido ajeno de los viandantes, la luz recayendo en el suelo o la jocosidad de mi silla cayéndose por “el peso del conocimiento”. Y más cosas, claro está. La extrañeza de querer recordar a toda costa lleva a la dignificación de lo que se toma como perpetuo e inmutable, lo de todos los días.
El tañido de la cucharilla acompaña las conversaciones, pero no las interrumpe. Es de agradecer que el azúcar se disuelva a una velocidad constante, que se hunda sencillamente, sin dolor. Que fluya sin más. Es un lirismo sinestésico merecido. Uno quisiera prolongar esta sencillez azucarada y con leche para evadirse de unos posibles destinos insufribles. Yo suelo tender al inmovilismo, al deseo de que las cosas buenas para mí perduren, quién no quiere eso. Aún así, son como el azúcar derramado sobre el café, desaparecen para dejar tras de sí un sobrecito vacío.
Quizás la diferencia está en que a mí no me gusta el café, sino en tomarme un café acompañado.
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