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Fulgor de madre (y amor de hijo)
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reseña literaria

Fulgor de madre (y amor de hijo)

Actualizado 17/05/2022 09:32
Redacción

"Con la distancia de los años, el poeta rememora con nostalgia, como algo sagrado", afirma Eduardo Sánchez Fernández

Acabo de leer el poemario 'Fulgor de madre' (Diputación de Salamanca, 2022), que el poeta albercano José Luis Puerto ha publicado recientemente. Es un personal y sentido homenaje a la muerte de su nonagenaria madre. Una publicación semejante a la que ya publicara a la muerte de su padre, Melodías del padre (Diputación de Salamanca, 2014). Tanto en un poemario como en el otro, el poeta deja traslucir con claridad las vivencias y los recuerdos rebosantes de amor y agradecimiento por los años vividos al lado de su dos progenitores (incluso en la ausencia), resaltando las experiencias, las “estelas”, esculpidas en la piedra de la infancia, que lo han acompañado siempre en el incesante devenir no solo de su propia historia, sino también de su personal intrahistoria, esa vida íntima e intransferible que únicamente él conocía, y los demás, mirando desde el exterior, apenas entreveíamos.

Si el recuerdo de su padre era una armoniosa melodía, el de su madre es un fulgor, una luz que ilumina cada estancia de la casa, cada labor cotidiana, cada palabra pronunciada. La voz maternal y sabia de Dolores Hernández ha quedado impresa en la mente de sus hijos y en el ambiente y las calles del pueblo, La Alberca, en el que ella pasó su prolongada existencia. «El don de la palabra/Que te fue concedido/Para fundar el mundo y hechizarlo/Con esas resonancias/Que brotaban hermosas de tus labios, /Procedentes de un alma clara y limpia». En los poemas que nos presenta, José Luis Puerto manifiesta todo el amor filial que le invade y atraviesa su existencia. Ve a su madre entregada a su familia, rodeada de pobreza, pero sin quejarse por ello, porque está hecha y educada para soportar y vencer cualquier situación o carencia, hasta conseguir que los suyos apenas perciban la pobreza como algo negativo. El autor reviste de belleza esa pobreza, propia de la mayoría de los hogares españoles rurales de entonces, que no entorpece el gozo de las cosas sencillas, realizadas y vividas con el amor y la inocencia de un corazón sincero y sin malicia. Una pobreza que no envidia la riqueza, sino que acrecienta el ingenio y las habilidades personales para que la felicidad encuentre un sitio en su humilde hogar: pone la lumbre en la cocina familiar y su llama da vida a los objetos; zurce calcetines a la luz tenue de una bombilla; mece la cuna de niño pequeño; riega el huerto surco a surco; lava la ropa en el río de La Puente; recoge manzanas en banastos… Es una pobreza que, en los hogares humildes, se torna estímulo para valorar cada utensilio y cada alimento como dones divinos de la naturaleza que invitan a la gratitud. «Y es esta fundación de la pobreza/A través de labores tan humildes/Y tan sacrificadas/La ofrenda de la madre día a día/Que ayuda a sostener la luz del mundo/En una entrega que en silencio arde/Y que no pide nada sino ser/Y existir en la dicha/De darse de continuo».

Con la distancia de los años, el poeta ve los lugares, las actividades, los paisajes, los sonidos de la naturaleza, que él rememora con nostalgia, como algo sagrado. Ese territorio albercano, ese “jardín”, real y mítico a la vez, se transforma misteriosamente en su templo particular donde cada elemento es un sagrario. Y en este templo particular, su padre, ausente de casa durante los años de emigrante, y su madre, sostén incansable, permanente y cuidadoso de los hijos, componen las columnas que mantienen en pie todo el sagrado edificio familiar. Por eso, José Luis necesita desvelar ahora esos sentimientos, tanto tiempo ocultos, pero guardados con amor en su casa del alma, que dotan de sentido a su interrogante deambular por la vida. Con la muerte del padre, el vacío ocupó un espacio en su interior, y ahora, con la muerte de la madre, su corazón ha quedado expuesto a la intemperie; sin embargo, el recuerdo constante del cariño espontáneo, la entrega generosa y la bondad sincera, que ha experimentado a su lado, no permitirá que el frío le venza. El fulgor que irradia el amor de la madre es suficiente para conservar el calor en el corazón del hijo, porque «Hay un hilo de amor/Que vincula a la madre con el hijo». Y, con el alma herida y esperanzada, se dirige a la persona que le dio el ser, al final del poema “Paz del sueño”:

Que nadie te despierte, madre mía.

Estás dormida. La serenidad

Es aureola en tu semblante

Que irradia amor, tejido

En el telar del corazón

Que siempre estuvo abierto para todos.

Al hijo que ha admirado y querido a su madre a lo largo de toda la vida, le cuesta mucho aceptar la realidad de la desaparición, y su amor filial se resiste a ello imaginando (¡la imaginación nos salva de tantas cosas!) que solo es un sueño. Comienza el último poema, “Melodía rimada”, con el verso «Mi madre ha muerto», para luego afirmar «Mi madre vive». Este poema es un precioso y nostálgico repaso a las cosas que su madre hacía ordinariamente, y piensa que continuará haciéndolas porque utiliza las formas verbales de futuro: «Saldrá a tomar el sol/Y a peinarse al balcón por la mañana/Regará los geranios y la hortensia…».

Fulgor de madre transmite al lector ese amor, por un lado, dolorido por la muerte de un ser tan querido y, por otro, dichoso por haber tenido la suerte de disfrutar de una madre como ella. El poeta solo desea que siga en su sueño y que «Nadie quiebre su sueño/Ni acuda a despertarla».

Eduardo Sánchez Fernández