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Ay pena, penita, pena
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Ay pena, penita, pena

Actualizado 15/05/2022 18:44
Concha Torres

Ya es primavera; en El corte inglés, e incluso en estas tierras nórdicas que habito donde las primaveras son de dos tipos: inexistentes o fabulosas, y parece que la de este año pertenece a la segunda categoría, menos mal. En medio de toda esta algarabía de flores, árboles con sobrecarga de savia, niños jugando en los parques, terrazas llenas de clientes y cierto aire de normalidad después de dos años de mierda (por qué no decirlo así de claro) solo a mí se me ocurre ponerme a hablar de la tristeza, los tristes y las depresiones. Mi madre, que me conoce como la madre que me parió y tiene esas frases que cuando las pronuncian las madres son como las tablas de la ley, cuando lea estas líneas ya estará diciendo “tienes el don de la oportunidad”. Sí, lo tengo; y también el don de la preocupación, qué le vamos a hacer, es ya un poco tarde para reformatearme.

La depresión, que no es una simple tristeza, es una enfermedad que afecta a más de trescientos millones de seres humanos en el mundo; y eso son solamente los casos diagnosticados, que me consta que más de uno se siente triste varios meses seguidos, pero se toma un Paracetamol y se va a trabajar como si lo de reconocer la pena fuera un pecado de confesionario. Entre esos muchos millones de seres enfermos con cosas que no son para tomárselas a broma como la ansiedad, los trastornos psicosomáticos, el insomnio y las pulsiones suicidas, hay una mayoría de mujeres mayores de sesenta años, casilla a la que me voy acercando, así que reclamo mi derecho a aguarles la fiesta primaveral, queridos lectores; si prefieren no leer a partir de esta línea, avisados están.

Para todos aquello que se empeñan en decir que somos un país insignificante y que no figuramos en los mejores puestos de nada, un recadito: España ya es potencia mundial en el consumo y prescripción de antidepresivos; ya hemos conseguido meternos entre los diez primeros de una lista liderada por Islandia, un país de inviernos permanentes y poco sol, de acuerdo; al que le sigue Australia, con sol a raudales y la reputación de ser territorio de gentes despreocupadas y sin problemas. ¿Nos pensábamos que nuestro ser hispano, con esa cosa de hablar por los codos, tener muchos amigos, ahogar nuestras penas en la barra de un bar y festejar hasta cuando no toca nos iba a librar de la tristeza? Pues ya ven ustedes que no. Yo, que tanto me desespero por el clima y la falta de luz de Bruselas, me voy a tener que callar de ahora en adelante: Bélgica no es una de las diez potencias mundiales en consumo de ansiolíticos y similares; será entonces que lo del sol, los bares y la jarana callejera, en el fondo, está sobrevalorado.

Ahora que hay derecho a decidir, al olvido, a la desconexión, a la muerte digna, a la conciliación familiar y a tantas cosas buenas casi todas, hagamos de la tristeza un derecho, de libre disposición y sin que nadie se avergüence ni pida perdón por ello. Los contadores de chistes, incluso los muy malos, siempre han tenido más público que los que te cuentan sus penas; a pesar del éxito que tienen los dramas lacrimógenos en las televisiones, que debe ser el único lugar donde la tristeza se tolera e incluso se paga bien. Y a pesar de la necesidad que tienen los que cuentan las penas de que alguien les escuche, casi todos preferimos aplaudir al gracioso y ocurrente que tender la oreja al necesitado de consuelo; y la pena, que decía la copla que da título a esta columna, “es un potro desbocao que no sabe a dónde va”. Ojo con ella: el 024 (teléfono gratuito de prevención contra el suicidio) operativo desde el 10 de mayo, ha recibido mil llamadas en su primer día de funcionamiento.

Y a veces, cuánto reconforta escuchar el dolor ajeno sabiendo que en ese momento a uno mismo no le toca. En los últimos meses, estos que deben ser los de la alegría desbocada y el júbilo por la casi normalidad recuperada, he encontrado en la mirada triste de ciertos seres queridos un mar de tranquilidad donde posarme yo misma, que soy un colibrí de vuelo nervioso; un lugar donde procurar consuelo y escuchar más que hablar; un hombro que ofrecer a ciertos llantos compartidos a salto de mata. Un “cuando quiero no lloro y a veces lloro sin querer” que decía Rubén Darío en un poema que, miren ustedes por donde se llamaba “Canción de otoño en primavera” …Como estos mismos párrafos, que son solo un trozo de otoño que se enreda entre las flores de la primavera feliz para algunos, y quizás triste para otros muchos. Háganles caso a estos últimos.

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