En este final de curso y final de temporada y final de tantas cosas a lo largo del ciclo anual, escuchamos de continuo en los diversos medios la expresión de “hacer el pasillo”.
Está de actualidad todos estos días, en especial en el ámbito del deporte, cuando las competiciones y las ligas, sobre todo la de fútbol, que es la que más espectadores, seguidores, hinchas y hasta forofos arrastra, está a punto de terminar y ya, en algunos casos, se sabe qué equipo es el campeón.
Y hay como una exigencia, incluso, a veces, más que una petición: “–Que nos hagan el pasillo.” “–Que nos haga el pasillo el equipo rival”. Estas cosas, en el fondo, no habría que pedirlas; sino que los demás, si lo creen oportuno, debían de dárnoslas, tener ese gesto con nosotros, si lo creen oportuno.
Porque se da el caso de quienes piden que les hagan el pasillo y ellos, cuando llega la ocasión en que han de hacerlo a los otros, se lo niegan. Es la actitud –muy habitual entre nosotros– de estar solo a las maduras, pero nunca a las duras.
Porque la expresión de hacer el pasillo puede muy bien ser un símbolo de la vida en común, de la vida de todos. Y, además, en todos los campos y en todos los ámbitos de tal existir colectivo. Pero es algo que exige reciprocidad y correspondencia, como requisito para que pueda llevarse a cabo. Y, también delicadeza, cortesía, elegancia.
Ya que están quienes siempre exigen que les hagan el pasillo y lo niegan sistemáticamente cuando tal gesto se les pide a ellos. Quienes, cuando gobiernan, por ejemplo, piden a la oposición gestos y comprensiones, que luego ellos sistemáticamente niegan. Léase, por ejemplo, en el aspecto de la renovación de tribunales públicos con plazos ya extinguidos desde años.
Podemos llevar la expresión a todos los ámbitos que queramos: el deporte, la política, las relaciones privadas y con los seres próximos (familiares y amigos), el mundo laboral… Porque, en todos los ámbitos de nuestra vida, está presente en muchos momentos esa realidad de que unas veces hemos de hacer el pasillo a los demás y otras habrían de hacérnoslo a nosotros.
Pero cuántos incumplimientos, por desgracia, en ese ámbito, en ese terreno que exige reciprocidad. Cuántos se quedan sin que jamás les hagan el pasillo y se han visto obligados tantas veces a tragarse sapos y tenerlo que hacer, sin que vieran siquiera que era oportuno o justo el hacerlo.
Algunos están acostumbrados a que, de continuo les hagan el pasillo, les toquen las palmas, los jaleen, cuando ellos no mueven ni un dedo por los demás, por nadie. Mientras que otros ven en la vida reducida su función a ser palmeros de todos, cuando con ellos apenas nadie tiene un gesto de reciprocidad, pues no son correspondidos en nada.
Y es que, sin este principio de reciprocidad, de correspondencia, no puede haber sociedad civilizada, ecuánime ni justa. Porque está muy bien que exijamos que nos hagan el pasillo, pero solo, solo si nosotros tenemos la voluntad de hacerlo a los demás cuando lo exigen las circunstancias.
Ah, y estas cosas no se piden ni se exigen, se ganan si los demás piensan y sienten que las merecemos.
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