Quien ama no necesita más virtud que la de amar
SAN AGUSTÍN
Todo está ahí: amor a Dios por encima de todo; amor al prójimo como a sí mismo, por Dios. Ahí está toda la religión
CARLOS DE FOUCAULD
En plena Pascua, camino a Pentecostés, en medio de un mayo florido y primaveral, se nos propone el amor como camino. Somos personas nuevas y renovadas por el amor. Ha pasado ya la noche oscura de la cruz y se ha manifestado la gloria de Dios en medio de las tinieblas de la muerte. En la cruz se ha desplegado el prodigio del amor, un amor sin límites que ha experimentado las profundidades de la vida y de lo nuevo. En el amor el creyente puede estar en comunión con Jesús y poder verlo con los ojos del corazón. El mandamiento del amor no es un yugo pesado, es la posibilidad de una comunión con Dios en el amor mutuo con los hermanos.
El amor fraterno es una de las maneras en la que se puede hacer posible esa utopía pascual. El servicio y la fraternidad es el termómetro para un creyente que va por el camino del amor. A causa de la paternidad amistosa de un Dios universal, "los otros" están llamados a ser mis hermanos y hermanas. La espiritualidad cristiana es básicamente crecer en la amistad con Jesús y en la fraternidad con los demás. Es un amor que reclama y exige la realización del otro, de compartir su suerte y ponerse en su lugar, algo que solo puede ser fruto de la voluntad y la libertad.
Esos otros, no solo son los hermanos de fe, como nos recuerda la parábola del juicio final (Mt 25, 31-46), sino que se alude claramente a todos los necesitados sin excepción. El prójimo es el necesitado que primero me sale al encuentro, pues por el mero hecho de ser necesitado es hermano del Maestro, que se me hace presente en el hombre más insignificante. La hermandad de Jesús rompe todas las fronteras políticas, nacionales, culturales, de religión, son hermanos no solo por compartir algo en común, sino porque necesitan ayuda. Posiblemente lo más revolucionario del cristianismo sea el haber descubierto al prójimo como hermano.
La eucaristía es la fuente de ese amor, es donde mejor podemos experimentar esa cercanía de Dios y la presencia del resucitado. La comunidad reunida en la mesa del pan y la palabra, desplegando ese amor fraterno que es paz y solidaridad. La eucaristía es una invitación constante a compartir, a ser solidarios a romper indiferencias con los más pobres y necesitados, aunque sea la miseria del montón de nuestra miseria.
El amor al prójimo se llama, ante todo, justicia. No se trata de dejar de lado el amor y preferir la justicia; nada de eso, sino que el amor, si es verdadero, nos lleva al compromiso por la justicia. Cuando no hay justicia, cuando no se trabaja de manera solidaria y se lucha por cambiar las cosas, la eucaristía se vacía de sentido.
Cuando una comunidad cristiana escindida por la injusticia celebra la eucaristía, ha convertido la celebración en una máscara para el opresor y en una venda para el oprimido. La eucaristía es un verdadero signo de fraternidad, es el auténtico “sacramento de la caridad”, de la misericordia y del servicio. La Caridad es posiblemente la identidad más profunda del ser cristiano.
Allí donde no hay corazón tampoco crece la esperanza. La fraternidad no se ejercita en acciones concretas, se vive cada instante. Se vive en la entrega gratuita y desinteresada, que es donde se puede saborear ese verdadero amor, materializándolo en el hambre por la justicia, que es la verdadera solidaridad. Los amigos de Jesús no se han de ocultar detrás de una espiritualidad sin compromisos, su conducta deberá estar marcada por una dedicación misericordiosa a las personas, que significa ser sensibles a los sufrimientos de quienes nos rodean, buscando la paz y la justicia, desde la humildad y sin imponer formas de pensar. Seamos fraternos y misericordiosos.
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