Es una palabra bonita, desde luego, suena bien. Eso sí, se ha puesto de moda y, para mucha gente, es algo antiguo recién descubierto. En realidad, parece que proviene del inglés –desde luego, con orígenes etimológicos en el griego clásico– y que lo inventaron en el siglo… pasado, concretamente poco antes de que yo naciera.
La obsesión en México con ciertos asuntos peninsulares siempre ha tenido un cierto vigor. A lo mejor no es obsesión la palabra, pero sí un cierto enojo, un afán por “no obedecer”, un interpretar que quienes hoy habitan/habitamos/habitábamos la Península Ibérica tenemos algo así como colonialismo genético. Vamos, que la bronca de ahora, lo de “que pidan perdón por la conquista”, “empresarios españoles abusivos” y demás, no es algo que haya inventado López Obrador. Eso sí, él, con unos orígenes cántabros no muy alejados en su personal árbol genealógico, además de usarlo para crear un “enemigo externo” que le viene de perlas –con los gringos es más obsecuente, que esos, si se cabrean, le cantan las cuarenta–, deja entrever que más de un complejillo y obsesión sí tiene.
Pues bien, esta bronca que hoy se cristaliza en “el Rey” y “los españoles” –que enseguida se acota que son los empresarios buenos, que el pueblo español está con él; así son los populistas, de todos los pueblos– en los casi treinta años que aquí llevo tenía siempre un malo malísimo de Malolandia, bueno, una mala, la pinche Academia, institución franquista –que lo fue, aunque él no la inventara– que quería, y sigue queriendo –insisto, hablo de percepción, de enemigos “creados”–, que los mexicanos digan jolines y escriban su país con jota.
Es imposible luchar contra estos asuntos de percepción, de así me lo enseñaron, de así ha sido siempre; llevo diciendo muchos años que es incomprensible que haya más estadounidenses aprendiendo español allá que acá, que marquen más tendencia las televisiones y editoriales argentinas, españolas o colombianas que las mexicanas, cuando aquí somos –habemos, no, lo siento, haber es impersonal– casi 130 millones; pero no hay manera.
Desde luego, la RAE no es dios –e insisto en que ni siquiera policía o juez: académicos en particular y filólogos en general somo notarios, simples registradores y, como mucho, analistas con derecho a la equivocación– pero, si se me permite la licencia refranística, cuando no se conoce a Dios, a cualquier barbón se le hincan.
Y aquí viene el título; esa palabra, petricor, está de moda, al menos entre gente que escribe, que frecuenta talleres y/o ambientes literarios de por acá, e intuyo que es por un libro de cierto éxito que publicó una paisana, de allá, que también le da sus chingadazos a la Academia y goza de cierto reconocimiento por salir en la tele y dar charlas y conferencias sobre estos temas.
En dicha publicación, de cuyo nombre me acuerdo pero no quiero escribir, se presentan esta y otras palabras como “del español” aunque no las recoja el diccionario… Aunque no se diga, se deja entrever que siguen queriendo imponer, y blablablá.
Y claro, en vez de explicar eso de petricor como anglicismo proveniente del mundo científico en los años sesenta del siglo pasado, sí, cuando los hippies, mejor dejamos la sospecha de que era una hermosa palabra que nos querían ocultar no dejándola llegar al diccionario para obligarnos a usar vulgaridades como “aroma de rocío” u “olor a tierra mojada”.
Mojada, por Dios, cómo vamos a decir eso que suena medio porno. Y menos en sincodimaio... (para los de allá, es una fiesta que los gringos celebran como la fiesta nacional mexicana... y aquí conmemora una batalla ganada contra los franceses, en Puebla); vamos, que tiene más peso allende el Río Bravo que por acá.
Pues eso.
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