Los medios informativos han dado estos últimos días la noticia de una campaña de un colectivo de mayores, organizados como asociación, que luchan por conseguir la abolición de las leyes vigentes que obligan a nombrar a los hijos herederos prioritarios.
Algún medio sostiene que con la experiencia de la pandemia, durante la que muchos padres se han sentido abandonados por sus hijos, en situaciones muy delicadas, ha aumentado considerablemente este deseo de poder desheredar a los hijos que no han tenido una mínima presencia activa y/o afectiva.
La mayorías de los relatos individuales de estas madres y padres, (decepcionados y enfadados con la conducta ausente o impropia de sus hijos) seguramente tendrán coherencia y razones para esta “venganza” o justa medida, pero la Psicología actual hace ya décadas que investigó que las relaciones paterno-filiales son mucho más complejas de lo que se deduce de una primera observación. En primer lugar, la historia de la relación entre hijos y padres es larga en el tiempo y cambiante en cada etapa del desarrollo. Podría parecer que hechos vividos en la infancia o en la adolescencia de los hijos, no tienen que ver con las responsabilidades o exigencias de una hija/o ya adultos y maduros.
Pero la naturaleza humana es desgraciadamente muy compleja y cada sujeto organiza el relato de su propia vida con la necesidad de justificarse a sí mismo en sus decisiones, actuaciones y sentimientos. El cuarto Mandamiento de la Biblia establece el imperativo de Honrar al padre y a la madre, pero los hijos muy frecuentemente también tienen deseos, exigencias, heridas emocionales por conductas paternas acaecidas a lo largo de la vida, que les dificultan o impiden no convertirse en “justicieros” o vengadores de las mismas.
Muy resumidamente podríamos afirmar, desde la teoría psicoanalítica actual, que los hijos tienen dos destinos en relación a la conducta de sus padres con ellos: o bien, consciente o inconscientemente repiten la misma conducta con sus padres, que han vivido como hijos (aunque a veces esté disfrazada, dando una apariencia de diferente) o bien trasforman sus conductas y decisiones en el polo opuesto a aquellas que vivieron como hijos. En ambas modalidades la conducta de los hijos/as es habitualmente el reflejo especular de la vivida con los padres.
Si los padres, antes de tomar la decisión de castigo de un hijo/a, desheredándole, repasaran sin prejuicios la historia de su paternidad y los momentos difíciles en la convivencia familiar, no tendrían excesiva dificultad en comprender (con frecuencia) la actitud de retirada de afecto de los hijos: no es que se deba concluir que los padres son siempre los culpables de una ruptura o alejamiento, ni tampoco los hijos. El asunto no remite a un tema de culpabilidad, a una actitud de fiscales, sino a la pregunta desapasionada de ¿qué ha pasado?
Finalmente, también se debe aceptar en estos conflictos con los hijos, en las etapas avanzadas de la vida, que enfrentarse a la vejez o a la falta de salud propia de las últimas etapas, viviendo a la vez la amargura de la falta de afecto entre hijos y padres, no ayuda nada a vivir estas etapas con serenidad y placidez, sino todo lo contrario.
Poniendo entre paréntesis el punto de vista justiciero o moral, podemos concluir que el perdón sienta siempre bien, al perdonado y al perdonador.
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