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De todos los sitios, de todos los colores
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De todos los sitios, de todos los colores

Actualizado 29/04/2022 12:17
Concha Torres

Ya lo dije en una columna el 21 de febrero, sospecho que soy española, sobre todo porque así lo dice mi pasaporte. Pero vivo en una casa donde en un momento dado, éramos cuatro miembros de familia y teníamos ocho pasaportes entre todos. Me he casado con un señor que es belga y a los belgas, en general, les importa poco ser belgas o de cualquier otro sitio porque viven rodeados, desde tiempos inmemoriales, de personas que son de muchas otras partes; siendo ellos mismos, belgas solo desde 1830, que es antes de ayer, como quien dice.

A mi casa viene a limpiar una simpática y eficaz asistenta colombiana de nacimiento, pero zaragozana de adopción, donde pasó muchos años de su vida hasta que aterrizó aquí; es más, le noto cierto deje maño en su dulce acento colombiano. Las escaleras del edificio están relucientes gracias a la chica polaca que las limpia desde hace años por cuenta de la comunidad de vecinos, y en estos días me cuenta la mucha preocupación que acumula porque su madre vive a dos pasos de la frontera ucraniana; y de mis hijos han cuidado amorosamente, durante aquellos años en los que vivir era correr una maratón cada día, unas esforzadas mujeres que, a falta de madre y suegra, me ayudaban a llegar viva al día siguiente: la primera era colombiana, la segunda ecuatoriana y la tercera peruana. De todas ellas guardo un grato recuerdo y un no menos profundo agradecimiento.

En la casa donde vivo (que le compré a una pareja formada por un rumano y una turca) de apenas cuatro pisos, nos juntamos vecinos de cinco nacionalidades diferentes. Mi fontanero es malagueño y el pintor, que no lo es, sueña con irse a vivir a Málaga; la cornisa de escayola del pasillo la colocó cuidadosamente un obrero marroquí que pasó días y días hasta que la obra quedó perfecta y yo ya pensaba que quería quedarse a vivir con nosotros; y las cortinas las hizo un señor hispano-italiano que trabaja con otro tunecino, que es quien viene a colgarlas. Nuestro edificio linda por un lado con una escuela inglesa donde buena parte de los niños son indios; y por el otro, con unos españoles que no se resignan a envejecer y cada viernes dan fiestas en su casa donde ponen canciones de Mecano; eso los padres, porque los hijos sospecho que se han fugado de casa para no oírlas. Los de la tintorería son griegos y el que nos coge el bajo de los pantalones, un sastre turco. El supermercado que abre los domingos con colas monumentales en las cajas, libanés.

Mi dentista es brasileña y mi endocrino napolitano: ambos son esenciales en mi vida, por mis malas encías y mi tiroides desacompasada. La pediatra de mis hijos, de la que acabé haciéndome amiga de tanto ir, chilena. El cartero es un señor de color (que puede ser belga, eso sí) y la última vez que tuve algo que ver con la policía, el que me atendió en el puesto, sería belga probablemente, pero se llamaba Hassan. Cada vez que voy al Apple Store porque se me ha averiado un cacharro me atiende un oriental, que no llego a precisar si es chino, coreano o vietnamita, porque no tengo tan precisos conocimientos, pero sí sé que el pastelero más prestigioso de mi barrio (y uno de los mejores de la ciudad) es japonés, aunque sus cruasanes sean más franceses que la Marsellesa.

Toda esta gente vive mezclada con cierta concordia en una ciudad que cuenta con habitantes de 184 nacionalidades, récord que solo supera Dubái, un parque temático de compras y hoteles que no me resulta particularmente interesante, donde está prohibido beber alcohol y las mujeres se tapan hasta la coronilla. En Bruselas tenemos nuestros problemas por mor de ese cosmopolitismo, pero la gente vive razonablemente bien y las calles están llenas de chiquillos y de jóvenes que dentro de la grisura climática le dan cierto color al día a día. No andamos a tortas por las esquinas ni nos asaltan en las bocas de metro para robarnos todas esas personas que han venido a este país para trabajar (como vine yo misma, por otra parte).

Ahora, dicho todo esto, que venga el nuevo gobierno castellanoleonés, con sus ciudades vacías y sus escuelas cerradas, su gente joven a la fuga y sus trenes inexistentes a explicarnos eso de la emigración “or-de-na-da” que tanto resaltó nuestro presidente pronunciando sílaba por sílaba cuando le preguntaron en qué consistía. Ardo en deseos de escucharlos… O quizás no, y me quede con Juanito Valderrama cantando “mi corazón de emigrante lo llevo pa’ tierra extraña”, que lo explica mucho mejor que ellos.

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