Se cumplirán el próximo 23 de noviembre –dentro de la lógica incertidumbre de una época tan remota-, seiscientos años justos de la muerte en Peñíscola del Papa Bendicto XIII, Pedro de Luna, gran benefactor y uno de los puntales de la Universidad de Salamanca. Seis siglos redondos que, esperemos, sean celebrados aquí con la pompa que merece este español de talla gigantesca, al menos porque así se conocería mucho mejor una personalidad de las que atraviesan los siglos, y cuya causa todavía hoy hace temblar el aire de ciertos pasillos vaticanos.
Es sabido, eso sí, que también se le conoce como “antipapa”, por ser uno de los de Avignon y mantener durante toda su vida beligerancia contra el pontífice entronizado en la sede romana. Sin entrar aquí en semejante polémica, que doctores tiene la Iglesia, me centraré en un episodio rigurosamente histórico por él “protagonizado” -y utilizo conscientemente esa palabra porque no desmerecería ser una escena de película-, trance en el que estuvo acompañado, diríamos que decisivamente, por alguien muy vinculado a Peñaranda. Tan vinculado, que fue él quien le dio su nombre: el caballero francés, y castellano por matrimonios (pues en Castilla casó dos veces), Robin de Braquemont, Robinet para sus amigos, que fueron muchos y muy importantes, entre ellos cinco Reyes y el propio Papa.
Lo que comentamos sucedería en los primeros años del siglo XV, pero Pedro de Luna y Robinet probablemente se habían conocido antes, en su lejana juventud, en los días de la batalla de Nájera, en 1367, cuando el francés luchaba a favor de Enrique II de Castilla, el de las Mercedes, el pretendiente Trastámara. El encuentro fue un desastre para éste, y ambos le acompañaron huyendo a Francia disfrazados para ponerle a salvo de la ferocidad de Pedro el Cruel, siendo todavía Braquemont un joven guerrero normando de las Compañías de Bertrand Du Guesclin, y el futuro Papa, Pedro de Luna, un teólogo ya brillante. Debió de ser aquella una de esas amistades al primer golpe de vista, nacida al calor de una tremenda aventura compartida, amistad que iba a durar, como duran todas ésas, toda la vida. Porque muchos años después, sous le pont d’Avignon, -pues sí, esta vez debajo-, ambos coincidieron de nuevo en alma y destinos con la vida hecha y el futuro cumplido en una noche memorable, que uniría para siempre el nombre de los dos paladines en la misma página de la Historia. Parece increíble, pero la escena sucedió más o menos así:
Corre el año 1403. El Cisma de Occidente envenena la Iglesia y el aire de Europa es ya hasta tal punto irrespirable que todo el mundo quiere acabar de una vez con él. Y hacen responsable de su mucha duración al Papa aragonés que no se aviene a componendas con nadie, atrincherado en el Castillo-Palacio de Avignon. Hasta el rey de Francia que siempre le ha sostenido, le da la espalda: Carlos VI – cuya enfermedad mental inspirará a Cervantes El Licenciado Vidriera-, otrora su aliado más fiel, ha enviado al mariscal Boucicaut, uno de los guerreros más feroces de su siglo, a quitárselo de encima como sea. En seguida éste rodea el Palacio y lo somete a un castigo terrible: por primera vez en Francia se usa la artillería de asedio, y poco a poco va consiguiendo machacar las defensas del enorme edificio, hasta entonces tenidas por inexpugnables. Dentro, se multiplican las deserciones y pronto el Palacio-Fortaleza queda medio vacío. Sin poder hacer otra cosa que resistir como pueda, el Papa Luna, abandonado por todos, se sabe en un peligro, realmente, mortal.
Pero uno de esos días aparece en la puerta del Palacio una legación del duque de Orleans, tío del rey, a quien los sitiadores franquean la entrada. Y cuando el Papa, que ya no espera nada de nadie, rodeado de enemigos por todas partes, los recibe con diplomática desconfianza y eleva su mano para iniciar una desganada bendición, cruza su mirada con uno de los caballeros que componen la embajada, reconociendo en el acto al amigo de su juventud: Han pasado más cuarenta años, pero su vista de lince no le engaña: ¡Robin de Braquemont! Es él, sin duda, que ha llegado a ser, con el tiempo, uno de los consejeros del Carlos VI. ¿Qué hace aquí Robinet? En el primer aparte que tienen, Pedro de Luna, jugándose el todo por el todo, probablemente apelando a su antigua amistad, pulsa su ánimo y le pide ayuda para salir de aquella ratonera. Benedicto es un maestro en juzgar a los hombres, siempre lo ha sido, y tampoco esta vez se equivoca: Braquemont le ayudará a fugarse. Queda en duda si precisamente para eso ha venido en secreto, pero da igual. Él es hombre de acción y sabrá cómo sacarle de allí. Y Benedicto se fía. Inmediatamente el caballero francés estudia la situación y prepara un plan tan temerario que hoy nos parece el guión de un delirante cineasta. No hay tiempo que perder: la invasión de la fortaleza es ya inminente. Así que inspecciona el Palacio, recorre pasadizos, sopesa el asedio, establece contactos y reparte dinero, porque hace valer su condición y puede entrar y salir cuanto quiera de allí… y del Tesoro papal. Durante unas horas cruciales la vida del Papa y el destino de la Iglesia estarán en manos de este hombre confiable. Ya tardará muy poco, una generación apenas, en poner su nombre a la que en Castilla todavía se llama Peñaranda del Mercado. Pero antes, Braquemont tiene que salirse con la suya y librar a Benedicto del terrible peligro que lo cerca. Además de quedar con vida para contarlo.
Y lo consigue: Ambos acuerdan que la fuga será esa misma noche, la del 12 de marzo de 1403, antes de la salida del sol, disfrazados -¡de nuevo los dos disfrazados!- en hábito de carmelitas. Y llega la hora. Con enorme sigilo, los pocos, poquísimos, que van a huir se juntan en el lugar convenido y bajan los primeros escalones hacia los sótanos de Palacio. Pero en todo acto de creación hay un momento de caos, y ese instante sobreviene cuando en el estrecho pasadizo que el capitán francés ha elegido para fugarse, los que siguen a Braquemont se dan cuenta, aterrorizados, de que el postigo en que termina, por el que han de salir al exterior, tiene el hueco cerrado a cal y canto con aparejo de piedras. Por un instante el Papa piensa que ha sido traicionado, pero el otro lo tranquiliza: él, y sólo él, sabe que no es un obstáculo insalvable. Basta un poco de empuje para dejar el paso franco echándolo abajo: ha probado antes su resistencia. Disimulados sus golpes por el fragor de las bombardas, que no paran de batir sus bastiones ni de día ni de noche, todos, el Papa el primero, arriman el hombro y derrumban fácilmente el aparejo del muro, apagan las antorchas y escapan fuera en polvorienta procesión clandestina, que se ciñe ahora a la oscuridad de las sombras que rodean el umbrío edificio. Se han salido con la suya: nadie vigila un postigo ciego. Ahora Robinet los dirige: Por la ruta de fuga que ha decidido, -es un consumado estratega-, pasan fuera de la vista de los sitiadores, y en esa hora de la noche cruzan sigilosamente la tierra de nadie que los separa de los ballesteros de Boucicaut, llegando a la casa del deán de Nôtre Dame des Doms, que está en el secreto y es hombre del Papa. Aquél, que los oye aproximarse, abre su puerta con el mayor sigilo y cuando la cierra tras ellos se sienten por primera vez a salvo: El primer paso de la huida, el más difícil, está conseguido.
Muy pronto, desde ese lugar, amparados en la noche y con el corazón en la boca, recorren a oscuras las calles vacías para llegar al embarcadero donde discretamente suben a la chalupa que les espera, ya dispuesta en el lugar que ha previsto Braquemont. No tuvo que ser fácil esta carrera: Pedro de Luna tiene ya muchos años; es, a todas luces, un anciano, lleva consigo –imposible no pensarlo-, sus mejores libros, y ya no está para esta clase de aventuras. Pero también lo consigue: tiene este hombre una energía indomable. Bajo el mismo firmamento que iluminaba, a la vez, Avignon y Peñaranda, y que se refleja en las aguas del Ródano –¡quién pensaba entonces en eso!- los que se quedan y los de la barca ayudan a subir a tres encapuchados, pues solo se irá Benedicto con dos de los suyos. Esa húmeda madrugada será para Braquemont el momento estelar de su vida, porque acaba de salvar la del último Papa de Avignon, la ciudad donde Pedro de Luna jamás regresará.
Luego, con una ciabogaboga silenciosa, amortiguada por el cercano tronar de las armas, temiendo todos que el goteo de los largos remos delate su paso a los puestos de guardia, los burlan con éxito, conteniendo la respiración bajo los arcos que quedan del famoso puente, que precisamente Boucicaut ha hecho destruir para impedir esa huida –puente contra pontífice-, y salen de allí a cumplir su destino, que para Benedicto XIII es el de la lucha entre la dignidad y el poder. Tiene setenta y seis años. Todos los que cumpla a partir de entonces, se los deberá a Robin de Braquemont.
Después, no hay mucho más que decir, sino que ambos se pierden de vista, sumergido cada cual en sus enormes conflictos. Enseguida el francés, nombrado Almirante de Francia, llega a Honfleur, en uno de los episodios de la Guerra de los Cien Años -donde, en un episodio de justicia poética, será auxiliado en un mal trance de mar por otro español de vida increíble, Pero Niño-; mientras Benedicto XIII, sustituido en Roma por Martín V, acabaría en su feudo de Peñíscola, después de incesantes viajes y navegaciones, manteniendo siempre como inatacable su legitimidad en la Silla de San Pedro.
La complicadísima época en que ambos vivieron pudo unir a los dos amigos en varias ocasiones, pero la distancia y el deber eran en el siglo XV de medida inhumana: Una vez, queremos suponer, hubo de lograrse la entrevista: Sería en Caspe, en 1412, durante las idas y venidas que prepararon el famoso Compromiso, en el que Braquemont formaba parte del séquito de Fernando el de Antequera, y donde Benedicto, cómo no, se salió con la suya, conspirando para que le nombraran Rey de Aragón. Es imposible creer que entonces no se buscaran para recordar sus aventuras ante un buen vaso de cariñena, pero nunca lo sabremos con certeza.
Y en 1419, cuando el Papa era ya un nonagenario, este Almirante francés y gran cortesano español, epónimo de Peñaranda de Bracamonte, morirá en el castillo de su segunda mujer, en Mocejón (Toledo), y será enterrado en Ávila, en el Convento de San Francisco, a los setenta años de edad, cumpliendo así una de las biografías más apasionantes de un tiempo en el que precisamente no escaseaban. El Papa del Mar aún le sobreviviría tres, apagándose en Peñíscola solo, pero irreductible, a la entonces asombrosa edad de noventa y seis años. De su momia, profanada en la Guerra de Sucesión, queda solamente la cabeza, el cráneo más bien, en cuya cuenca derecha aún se mantiene el ojo entreabierto en eterna vigilancia inquietante.