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Sanatorio
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Sanatorio

Actualizado 18/04/2022 07:30
Concha Torres

Según la RAE, sanatorio es “establecimiento dispuesto para la estancia de enfermos que necesitan someterse a tratamientos médicos”: un hospital, vaya, porque decir sanatorio implica tener cierta carga horaria en el DNI. Sanatorio se ha convertido en una palabra viejuna, como viejo es el propósito que los creo en el siglo XIX como destino de los enfermos de tuberculosis, que requerían lugares de aire limpio, sol y buenos alimentos.

No soy yo particularmente amiga de clínicas, consultorios y hospitales; lugares a lo que no quisiera tener que ir ni de visita; pero sí quisiera contarles que allá donde se cruza la Vía de la Plata con el río Tormes hay un sanatorio al que sí quiero ir, e incluso volver una y otra vez. Tiene este sanatorio un cielo especial, azul de escasísimas nubes que tienen la decencia de retirarse cuando el sol se lo pide. El aire es limpio, gracias a sus ochocientos metros sobre el nivel del mar y además curativo, no solo para las personas, que se libran de reumas y maldades semejantes, sino también para los jamones. Respirarlo te quita hasta los malos humores.

En su plaza, más cuadrada y hermosa que ninguna, tomaba café hace un siglo Unamuno; hace cuarenta años Torrente Ballester (que incluso se quedo petrificado en una de sus mesas) y ahora tomo yo todos los cafés que puedo a ver si se me pega algo de ellos. En este sanatorio nos reímos del colesterol, retándolo a duelo con todo tipo de cocidos y chanfainas, jamones que acompañan libretas de pan y en esta que es su temporada, pestiños, bartolos y sacatrapos (busquen en Google los no iniciados, no se puede andar explicando todo) en lo que llega el día del hornazo: un “tojunto” de mezcla increíble que, increíblemente, está bueno. Es un sanatorio donde se bebe vino, se frecuentan mucho los bares y se pasea entre piedras milenarias que han escuchado muchas conversaciones trascendentes desde que los Reyes Católicos se citaron aquí con Colón para patrocinarle un viaje que daría la vuelta a la historia de España.

En el sanatorio hay mucha luz, pero como en las buenas plazas de toros, también sombra. Para desgracia de sus moradores, han vuelto las despedidas de solteras y solteros, que beben, gritan y molestan en nuestra ciudad para no hacerlo en la suya. Los rótulos y luminosos agreden las fachadas monumentales sin piedad y las aceras se han convertido en una invasión de terrazas hosteleras por las que los peatones pasan al bies, y eso si consiguen pasar. Nos invaden los turistas de fin de semana, pero a diario no hay quien venga a vernos porque nos quitaron los trenes con el pretexto pandémico sin intención ninguna de devolvérnoslos. Y mi sueño reparador termina cada día a las ocho de la mañana porque el ayuntamiento se empeña en regar unas calles ya limpias con un compresor que debe llevar escondido un motor de avión y que arroja litros y litros de esa agua que dicen que tanta falta hace en el campo. Como gustaba decir mi abuelo: no veo la necesidad.

Este sanatorio es de orientación mas bien geriátrica, sección a la que me voy encaminando sin prisa y sin pausa; así que no puede sentarme mejor ni llegar en mejor momento de mi vida; con todos sus defectos y también con todas sus virtudes. En estos días de una primavera casi invernal, con la virtud de ser lugar donde se habla de la vida y de lo mayores que están nuestros hijos, donde las librerías proliferan, los tambores procesionales aplacan el ruido de los tambores de guerra y podemos saborear un tiempo detenido y no acelerado, como acostumbra a ser el maldito tiempo que se nos escurre. Es el lugar donde los cerezos florecen peleando con las heladas e impidiendo que se nos hiele el corazón. Solo por esto último ya ha cumplido su tarea.

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