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“Seguir a Jesucristo acompañando a su madre en su soledad”
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ALBA DE TORMES

“Seguir a Jesucristo acompañando a su madre en su soledad”

Actualizado 15/04/2022 23:56
Redacción

Oración junto a la Madre con la imagen de la Soledad de Mena en la iglesia de la Anunciación de las Madres Carmelitas

P. Miguel Ángel González, Prior OCD de Alba de Tormes y Salamanca

Acompañamos a la Virgen María en su dolor, en su soledad. Como fieles hijos que quisiéramos aliviar el dolor de la Madre por la muerte del Hijo de su amor.

No hay palabras para describir el dolor del corazón de la Virgen Santísima, por eso dan ganas de callar y de unirse al silencio del corazón de la Virgen y ahí, en lo escondido, llorar con ella, contemplar con aquella que todo lo guardaba en su corazón.

Recordemos lo que ha sucedido: La Virgen Santísima ha recordado las palabras proféticas del anciano Simeón en la presentación del Niño Jesús en el templo: “Este, está puesto para que muchos en Israel caigan o se levanten, y para ser señal de contradicción. Y a ti misma una espada te atravesará el alma, al fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35)

A María se le anuncia una profecía directa, hecha con un lenguaje duro e hiriente, hecha bajo el símbolo de la espada, que ya desde entonces quedó clavada en el Corazón de aquella joven y delicada Madre. Se te anunciaba que tu Hijo sería incomprendido y perseguido por muchos, para luego terminar en una + como varón de dolores.

Es lógico que el Cristo sufriente y crucificado te tuviera a ti, Madre amorosa, doliente y compasiva. Tu gozo, por el Niño nacido en Belén se te cambió en un hondo y profundo dolor por lo que le sucedería a tu Hijo; “¡Mirad y ved si hay amor como mi dolor!” Nos dice la liturgia de ti.

Te miro, María, Madre sufriente, para aprender de ti a saber vivir en paz con el sufrimiento de la vida diaria. Quiero contemplarte a Ti, mi Madre y Modelo. Quisiéra que se hiciesen realidad en mí las palabras del poeta con el fin de ayudar a la Madre a llevar el dolor: “Oh Madre, fuente de amor, hazme sentir tu dolor para que llore contigo; y que con mi Cristo amado, mi corazón abrasado, más viva en é que conmigo…”

Hoy quiero acompañarte, Madre, olvidando mis dolores, contemplando el tuyo, indecible, grande, pero sereno por ser tú la mujer fuerte en la que Dios se complació y en manos de quien puso la salvación del mundo; en ti, Madre y Virgen fiel se complació el Señor, porque vio tu humildad, porque fue tu humildad la que atrajo hacia ti al Salvador.

Así de grande es la dignidad de la mujer; así la enalteció Dios al elegirla por Madre en su designio salvador: Virgen y Madre, elegida desde el principio sin mancha de pecado; casa y sagrario en el que Dios quiso vivir; en el que todo un Dios se encerró por nuestra salvación; por ti y por mi, por el santo y por el pecador, por todos, porque a todos ama Dios y por todos porque en el Corazón de esta Madre hay lugar para todos.

Tu dolor es grande, Madre, pues no se trataba solo de la muerte de tu Hijo, sino también de la muerte de tu Hijo inocente y, la inocencia aumenta el dolor, aumenta tu dolor Madre Santísima… y tu Hijo murió y sigue muriendo asumiendo la muerte en tantos inocentes que mueren cada día, miles de niños inocentes para los que el vientre de su madre se convierte en sepulcro frío a causa del más vil de los asesinatos; inocentes que no llegan a la aurora de la vida o que mueren de hambre o enfermedad al comenzarla. Inocentes por los que tu Hijo a muerto y sigue muriendo.

Tú, Virgen Santísima, viviste de fe, caminaste el camino de la fe, como nosotros; supiste mantenerte unida a tu Hijo hasta la cruz; allí, por voluntad de Dios estuviste de pie, ejemplo de fortaleza; sufriste intensamente con tu Hijo y te uniste a su sacrificio redentor con corazón de Madre que llena de dolor daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo en el altar de la+ como víctima que ella había engendrado para nuestra salvación.

Finalmente, en la cruz, Nuestro Señor Jesucristo. Te hizo Madre nuestra y estuviste presente en los comienzos de la Iglesia, con los discípulos y, hoy estás con nosotros. Por todo esto eres modelo de la Iglesia que peregrina por este mundo hacia la patria definitiva.

Contemplo tu clara adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora del Hijo y a la moción del Espíritu Santo. Por todo esto, eres modelo de fe para nosotros, siendo tú, Madre, un miembro de la Iglesia supereminente y del todo singular.

Por tu ardiente amor, por tu obediencia, por tu fe y por tu esperanza, colaboraste con tu Hijo en la redención del mundo y continúas hoy tu maternidad espiritual en la Santa Iglesia, porque al ser llevada al cielo sigues siendo nuestra intercesora, abogada y mediadora. Eres mediadora con Cristo, tu Hijo querido, y bajo Cristo, ya que ninguna criatura puede colocarse a la altura de Cristo, el único mediador.

Viviste el dolor, apuraste el cáliz de la pasión de tu hijo; no podías sospechar lo que le esperaba cuando lo acunabas en Belén, cuando jugaba de niño en Nazaret…¡Cuántos recuerdos llenan tu corazón de Madre del silencio!: Belén, el lejano Egipto, la aldea nazaretana… ahora también te necesita junto a él en el sufrimiento. Ayer viste correr su sangre preciosa, le has visto caer bajo el peso del madero, cargado con los pecados del mundo. Seguramente has recordado, Madre, aquellas caídas de Jesús Niño…

Ahora has salido a acompañar a tu Hijo, porque tu amor de Madre así lo exigía y te lo has encontrado apenas levantado de la primera caída; con amor inmenso se han cruzado vuestras miradas, vuestro dolor; tu mirada y tu dolor han quedado fundidos con la mirada y el dolor de tu Hijo inocente y has hecho tuyas las palabras del libro de las lamentaciones: ¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! La profecía de Simeón se ha cumplido.

Yo también puedo consolar a Jesús de la mano de María, aceptando siempre la voluntad del Padre y gustando la dulzura de la cruz de Cristo, abrazada con amor. Pronunciemos cada día un sí con la Virgen Madre, pidiendo a Dios Padre con Jesús: “no se haga mi voluntad sino la tuya.” La Virgen María nos sigue diciendo como en Caná de Galilea: “haced lo que Él os diga”. Ella nos invita a fiarnos de la palabra de su Hijo, que fue capaz de convertir el agua en vino y que es capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando así a los creyentes la memoria viva de su Pascua, para hacerse así pan de vida.

La Virgen María ya había ofrecido su seno virginal para la Encarnación del Hijo de Dios y ahora lo ofrece como consuelo de todos los que se acogen bajo su protección.

“Los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor, fueron los de mayores trabajos; miremos los que pasó su gloriosa Madre.” En la oscuridad de la pasión ofreciste a tu Hijo un bálsamo de ternura, de amor fiel.

¿Qué hombre no lloraría si viera a la Madre de Cristo en tan atroz suplicio? ¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de toda la humanidad. Los pecados personales y también los sociales que confunden el mal con el bien, y las tinieblas y el reino de la mentira con la claridad y el reino de la verdad.

Para purificarnos de los pecados, Jesús se humilló y tomó la forma de siervo, se encarnó en la Virgen María, pasó 30 años en oscuridad trabajando con José, predicó, hizo milagros y se vio, al final, clavado en una cruz.

Que yo sea alma de fe, que no de demasiada importancia a los hechos de la tierra, como los santos, ya que se que el Señor y su Madre no me dejan, sino que están presentes cuando los necesito, para llenarme de paz y seguridad.

Jesucristo en la cruz y María, a su lado, sienten la lejanía de Dios, su silencio, pero a la vez confían en el poder del Padre, sabiendo que no quedarán defraudados. Llena de dolor está María al pie de la cruz, pero se hace tarde y quisieran retirar al Señor de allí, el cuerpo muerto de Cristo es depositado en los brazos de la Virgen Santísima con cariño y veneración, y se renueva su dolor, y vienen al corazón de la Madre aquellas palabras del cantar de los cantares:

“¿A dónde se fue tu amado, oh la más hermosa de las mujeres? ¿A dónde se marchó el que tú quieres y le buscaremos contigo?”. Y llega el Señor a la sepultura, cae la noche y la soledad del corazón de la Madre se hace más honda.

Sufre María, pero sufre con fe, con esperanza, abandonada en Dios; y nos invita a sufrir así, como ella, con amor, a no revelarnos ante nuestros fracasos, ante nuestras cruces, sino a tener paciencia, con la mirada puesta en la fe, en el Dios fiel que cumple siempre sus promesas.

Por todo esto, María es nuestra Madre y modelo; como dice S. Juan Damasceno: “Nuestra Señora es descanso para los que trabajan, consuelo de los que lloran, medicina para los enfermos, puerto para los que maltrata la tempestad, perdón para los pecadores, dulce alivio de los tristes, socorro de los que imploran.”

No comprendía la Virgen lo que estaba sucediendo, pero el eterno silencio de su corazón se abrazaba a la fe, y recordaba a Abrahán, que “creyó contra toda esperanza”, y así fue caminando en la peregrinación de la fe, sabiendo que “los que esperan en Dios, no quedan defraudados.”

Llegó para ti la noche de la fe, noche oscura, tenebrosa, horrenda noche en la que participaste del sufrimiento de tu Hijo y de la noche de su sepultura. Las mujeres y el pequeño grupo que ha seguido al Señor, se ha marchado después de observarlo todo con atención.

El mundo quedó en silencio, a oscuras, María era la única luz sobre la tierra. Y supo estar en silencio, mientras esperaba la aparición gloriosa del Señor. “Cuánto amo, oh María, tu eterno silencio.” Nos dice Santa Teresita del Niño Jesús porque las almas contemplativas, como la de María, saben esperar en silencio.

Nosotros hemos sido comprados con la Sangre de Cristo y se nos invita a hacer vida nuestra la vida y muerte de Cristo, muriendo a todo lo que no es Cristo, para que su vida viva en nosotros por el amor y seamos así corredentores de nuestros hermanos. Dando la vida por los demás es como nos hacemos una sola cosa con Cristo.

No sabemos donde estaban los apóstoles aquél día; andaban confusos, llenos de tristeza mientras se daba sepultura al cuerpo del Señor. El domingo ya están de nuevo unidos y, quizá el sábado ya buscaran la compañía de la Madre.

Sin alguna vez hemos dejado a Cristo, como los apóstoles, y nos sentimos desorientados y perdidos, acudamos a la luz de nuestra vida que es la Virgen Santísima, que ella nos devolverá la esperanza.

La Virgen Santísima combatió los duros combates de la fe: vivió de esperanza, de fe, de abandono en Dios, sufrió la soledad, el desprecio de su Hijo; y todo con la mirada puesta en Dios; esas fueron las joyas de su corona; ese fue su ejemplo para nosotros.

La Iglesia nació contigo, bajo tu amparo, tú protegiste con tu fe, con tu esperanza y con tu amor a la Iglesia naciente, débil y asustada. Te pedimos que nos protejas a nosotros, que tenemos miedo, que también sufrimos la soledad y el silencio de Dios en nuestras vidas.

Estos días de encuentro contigo, Señor de la mano de tu Madre, terminan con una oración termina con una oración:

“Yo te doy mi vida, mi corazón, mi ser todo entero, haz de mí lo que quieras, pero déjame vivir en tu corazón de Madre para que ahí se caldee el mío y pueda yo calentar a las almas que se acerquen a mí. Que todos te conozcan y te amen y se acerquen a tu Hijo Jxto. Es la única recompensa que quiero.

Me quedo con María a la espera de la resurrección y junto a ella me dispongo a vivir esa inmensa alegría. Espero serenamente el momento de la resurrección. Amén.”