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La escuela de nuestra vida
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ARTÍCULO

La escuela de nuestra vida

Actualizado 13/04/2022 18:41
Charo Alonso

Charo Alonso da su visión sobre la escuela de Tamames de una forma diferente

En Tamames se recrea una escuela de postguerra que sorprende y evoca tiempos pasados en el visitante.

Tiene Tamames historia de alfareros y sones de cencerros aquí en la puerta de la Sierra, donde empiezan las rutas de Francia y las Quilamas y el viajero disfruta la dehesa y el toro por los horizontes planos de la provincia. Un Tamames que siempre cruzamos sin detenernos a disfrutar de sus encantos y a descubrir secretos tan hermosos como la casita esgrafiada, siempre llena de flores que miramos por la ventanilla del coche, de paso a la sierra de nuestros afectos. Y no, porque hay que pararse, pararse en Tamames.

Tamames, la cuna de los joyeros, los hermanos Méndez, que nos fascinan en la calle Meléndez de la Salamanca del centro y el rincón de los cocidos que invitan tras la comida al paseo por sus calles… qué sorprendente este pueblo industrioso que sabe reinventarse, que recobra sus lavaderos, sus tradiciones y que guarda entre las paredes de su escuela, el CRA de las Dehesas, un secreto que nos abre Manu a instancias de Antonio Montejo, nuestro anfitrión en Tamames.

Fue el director del centro escolar, Juan Carlos Rodríguez, quien al descubrir los fondos del colegio –cuántas veces hemos encontrado en el ángulo del rincón olvidado la joya de otros tiempos- quiso con ayuda de maestros recién llegados y sobre todo, con la colaboración de los propios alumnos del Centro Rural Agrupado, hacer una exposición con todo lo encontrado. Y el resultado es la recreación de aquellas aulas antiguas de viejos pupitres de madera, huecos para el tintero, libros y símbolos de un pasado que se escribe con los renglones de la memoria.

En este espacio quieto recuerdo el relato de mi madre, quien caminaba varios kilómetros para ir a la escuela, cargada en invierno con la lata de carburo donde se guardaban las ascuas del calor puestas a los pies del niño de los años cuarenta y cincuenta. El niño, la niña, sentados bajo la advocación de la cruz, de la virgen, del retrato de Franco y del de José Antonio, como recuerda la madre maestra de mi amiga Montserrat González. Quietos y ocupados con el pizarrín, los libros cuidados porque la enciclopedia Álvarez pasaba de uno a otro hermano, los niños de las niñas separados pasaban las horas cantando la lección, dibujando mapas de una España grande y libre y contestando las preguntas del catecismo del Padre Astete.

Tiene la escuela de Tamames orden de museo y evocación tierna de tiempos pasados. Recreos de tabas hechas con huesos de animales, pizarras donde se rezaba “Mi mamá me ama” con letra redondillas. Libros de portadas coloridas, símbolos e himnos al empezar la clase, de pie frente a los rostros que metían más miedo que la regla de madera del maestro siempre presto al castigo quizás o al aprendizaje benévolo de la Historia Sagrada. No falta ningún detalle en el aula detenida: las niñas aprendían a coser, bordaban muestrarios para su futuro ajuar y la maestra, sujeta a las reglas del decoro, tenía que cumplir un contrato tan férreo como una condena, ejemplo de la moral imperante. “Y yo amo a mi mamá”.

Al proyecto de la antigua escuela se sumó el pueblo entero y cuenta Manu que cada vez que alguien encontraba un plumín, un libro, una peonza perdida en los desvanes de la casa que se tira, que se reforma, que se revuelve con la modernidad, allá iba a habitar este lugar en el que reza, maravilloso, el ideario aprendido: “Iluminad Señor nuestro entendimiento y moved nuestra voluntad”. Voluntad de entendimiento en los tiempos del niño labrador que faltaba a escuela por ir a atender al ganado o a ayudar al padre en las tareas. Cuentas en el cuaderno donde se copia el dictado, se traza la recta con la regla de madera y se aprenden las medidas… y en la hora de religión, se imagina uno la Historia Sagrada al paso del Relicario que ilumina las escenas de la Pasión de Cristo y las aventuras de un Antiguo Testamento de superhéroes como Roberto Alcazar y Pedrín. Son los tiempos de un pasado suspendido en la memoria de un pueblo, y es este esfuerzo museístico el que nos conmueve y nos dispone a jugar con las pesas de la balanza del corazón… con las miniaturas y las mariquitas que recortaban las niñas. Es la evocación escondida de un patio de colegio lleno de gritos que no saben de pasado y sí mucho de futuro… el de una educación a cuya historia nos asomamos gracias al empeño de un pueblo.