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Alberto Estella Goytre. In Memoriam
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Alberto Estella Goytre. In Memoriam

Actualizado 06/04/2022 08:56
Antonio Matilla

Como capellán de la Congregación de Jesús Nazareno y el Santo Entierro, y párroco de San Martín, tuve el honor de presidir el Funeral de Don Alberto Estella Goytre, celebrado el sábado 2 de abril en la iglesia de San Julián y Santa Basilisa.

Mi pequeña aportación al recuerdo de Alberto fue presidir su funeral, participando en el silencio y en la actitud de oración que se mascaba en el ambiente, en una iglesia de San Julián rebosante de fieles, ciudadanos y amigos. Tan rebosante que muchos tuvieron que permanecer fuera, en la calle, respetando así una de las últimas voluntades expresadas por él, la de que su funeral estuviera presidido por la imagen de Jesús Nazareno.

Elegí para la celebración el capítulo 15, versículos del 33 al 41 del Evangelio de Marcos. Este fue el esquema de mi homilía:

La Liturgia católica, con experiencia acumulada de muchos siglos, tiene un orden y un ritmo: Adviento, Navidad, Tiempo Ordinario, Cuaresma, Pascua, Tiempo Pascual y, de nuevo Tiempo Ordinario hasta el próximo Adviento. Pero la vida de las personas y de las comunidades muchas veces trastoca ese orden, como así sucedió en el funeral de Alberto pues dimos un salto desde la Cuaresma al Viernes Santo, día en que se conmemora la Muerte del Señor.

Así que pedí interiormente permiso a la imagen del Nazareno para imaginármelo despojado de su túnica, desnudo y clavado en la Cruz, que él mismo porta en el paso procesional, ya casi montado para la procesión del Viernes Santo, y paralelo al féretro de Alberto, el rostro de Jesús dirigido al de Alberto, tal como él quería.

El Evangelio se parece a una red de pesca. Tiene muchos nudos. Cada uno de nosotros puede gustarle más una página o un detalle u otro del Evangelio. Tirando de ese “nudo” el resultado es que nos traemos todo el Evangelio, incluso las partes que nos gusten menos.

Marcos nos dice en el pasaje elegido una cosa nuclear de nuestra fe: que “el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo”. Y es que el centro del Templo de Jerusalén era el Santo de los Santos, un gran edificio paralepipédico cerrado con muros o con tejado por todas partes menos por una de las caras, donde colgaba una enorme y pesada cortina que ocultaba a la vista el lugar más sagrado del Templo al que solo tenían acceso los sacerdotes. La Santidad de Dios reinaba allí dentro y estaba oculta a los ojos de todos.

A muchos nos lo ocultaba la niebla del Mal. La guerra de Ucrania, la pandemia, una enfermedad cruel, una gran injusticia, nos hacen preguntar dónde está Dios, por qué no interviene para salvar a las víctimas, empezando por su propio Hijo.

A otros, y a veces a los mismos, a Dios nos lo oculta la buena vida, el consumo desaforado, la fiesta permanente.

A otros, y a veces a los mismos, son nuestro egoísmo, nuestro pecado, nuestra superficialidad los que nos ocultan a Dios.

Pero el Nazareno ha cargado con todo eso hasta el Gólgota, cayendo tres veces, y lo ha subido y lo ha clavado con Él en la Cruz.

Y, cuando Jesús muere, por amor a nosotros, todo ese esquema se rasga, se rompe, y Dios sale del Santo de los Santos del Templo y ya no habrá nada ni nadie que pueda ocultarlo, porque brilla “como una luz puesta en lo alto de un monte”, como una Luz que hace retroceder las tinieblas del mundo desde el Faro del Gólgota.

¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? ¿Y qué tuvo que ver con Alberto? El Evangelio de Marcos, tan escueto, tan hecho para los más pobres, que esos eran los que componían la primera comunidad cristiana de Jerusalén, expulsados de la sinagoga y de toda vida social, perseguidos, encarcelados, torturados y asesinados, Santiago y Esteban sin ir más lejos. La comunidad de Marcos estaba desanimada, paralizada.

También nosotros tenemos parálisis espiritual, que nos desanima y hace muy difícil que encontremos a Dios. San Juan, el Evangelista, el discípulo amado por Jesús, está presente en el Gólgota cuando se encadenan todos estos acontecimientos y, años más tarde, le da pena ver el estado lastimoso en que está la comunidad. Entonces, en oración, urgido por la dificultad, que parece imposible de salvar, casi setenta años después, cae en la cuenta de un detalle, perdido entre los muchos de la Pasión, que él mismo había visto y vivido, pero que ya no recordaba: cuando murió Jesús faltaban pocas horas para que diera comienzo el Sábado y en sábado no se podían dejar los cuerpos, vivos o muertos, en la Cruz, de modo que, para acelerar la muerte de los reos, les rompen las piernas para que no puedan impulsarse para respirar. Pero, al llegar a Jesús, dándose cuenta de que ya había muerto, no se las rompen y un soldado de caballería, para asegurarse, le clava la lanza en el costado perforando el corazón, en un golpe largamente entrenado y ejecutado por detrás, cuando el enemigo que venía cabalgando de frente ya ha pasado, ha quedado atrás y se cree libre de peligro. Un golpe preciso y muy profesional.

Y concluye el texto: “y de su costado abierto brotó sangre y agua”. Los Santos Padres vieron en esta agua el agua del Bautismo, que nos salva. No es algo mágico, no son tres o cuatro moléculas de agua las que nos salvan; quien nos salva es Cristo, que nos da su gracia para que tengamos vida eterna y no solo después de la muerte, también en esta vida.

Y eso tenemos que intentar hacer los bautizados: contagiar vida eterna, la vida que tiene que ver con saber y sentir el amor de Dios e intentarlo transmitir sea en cosas pequeñas y cotidianas, o en empresas mayores:

El joven o la vecina que, durante los confinamientos, ha traído la compra hasta el pomo de la puerta de una familia contagiada.

La nieta que visita regularmente a su abuelo que vive solo.

Hay una forma privilegiada de contagiar vida eterna, de contagiar Evangelio, que ha sido subrayada por los últimos Papas: la caridad política. ¿Es posible vivir la política sin corromperse y sin aislarse de las preocupaciones y de los sufrimientos de la gente corriente? Sí, es posible. La vida de Alberto Estella es una prueba de ello. Alberto habrá tenido errores y fallos, como todos, pero ha vivido como pocos la vocación de encarnar la fe en la vida pública, en la vida política, en la cultura, impregnando la ciudadanía de cristianía, como diría su amigo y mi maestro Olegario González de Cardedal.

Aprovecho el momento para dar y darme un tirón de orejas: la Iglesia, especialmente los clérigos, deberíamos estar más cercanos de los políticos, acompañarles más y mejor, respetando siempre su autonomía.

Pero ya que estamos en San Julián y ante la imagen del Nazareno, debo decir que para vivir como Dios manda la caridad política hay que hacer algo semejante a lo que hizo Alberto: mirar frecuentemente al Nazareno, dejarnos impregnar de Evangelio y repasar frecuentemente las Bienaventuranzas, intentando encarnarlas, haciendo de ellas vida propia.

Dios le tenga en su Gloria. Descanse en paz.

Antonio Matilla, capellán del Nazareno y Santo Entierro.

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