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Vísperas (IV): con una cruz en las manos
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Vísperas (IV): con una cruz en las manos

Actualizado 26/03/2022 09:16
Tomás González Blázquez

Tengo en el escritorio un libro que se titula “Ser cofrade, una vocación”, prestado por un amigo que la ejerce, esperando su hueco en la mesilla para ser mi siguiente lectura. Pongo en el coche algún que otro programa de radio, profesional o aficionada, que me aproxima a lo que en estas fechas viven y esperan las hermandades de Semana Santa en diferentes lugares de España. Aguardan en mi agenda de los próximos días unos pocos compromisos que en torno a esto mismo giran, seguramente menos de los que aparecían hace unas cuantas cuaresmas y bastantes más de los que figuran en la agenda tipo de un cofrade medio, alguno tan minoritario como las reuniones de un grupo sinodal formado por cofrades. Así avanzan mis vísperas particulares, liberadas de las tareas organizativas de antaño pero no por eso despreocupadas de los acontecimientos que incumben a mi Cofradía de la Vera Cruz y, con ella, al resto de hermandades.

Preocupación es precisamente lo que se percibe en las palabras de directivos y responsables aquí y allá, pues ven consumirse los preámbulos cuaresmales y no se les despeja una incógnita que, en muchos casos, hallará solución pocos minutos antes de que toque abrir la puerta de la iglesia y ordenar el avance de la cruz de guía debidamente alumbrada. El ansiado “adelante con los faroles” viene precedido por dos años en barbecho, por lo que, además de mirar al cielo el día D, eso siempre, llevan meses mirando a la tierra tantas veces inhóspita de sus listas de cofrades, menguadas en parte, habitadas por la incertidumbre casi en todo. El miedo, la desidia o el descuido de unas motivaciones iniciales que necesitan ser alentadas planean sobre el buen desarrollo de los desfiles procesionales, que una mayoría deseamos concurridos y brillantes mientras no faltan los que ya tienen cargada la escopeta (no confundir con los críticos constructivos, imprescindibles). Por esto, por si alguien albergara alguna duda, por si no quedara claro, que se sepa que en cada puesto de cada banzo se espera a su hermano de paso, y que cada fila anhela que no se ausente ni uno solo de sus capuchones, verdaderos testigos de fe, porque sin ellos los pasos no tienen voz, ni manos, ni pies que los hagan obra. Más que nunca, para todos los cofrades, es Semana Santa.

Sea como fuera, salga como salga esta Pasión de 2022, quedará pendiente la tarea de escapar de la sinécdoque de procesiones y cofradías, de modo que las primeras serán mejores, más convincentes, más logradas, cuanto más vivas, con sus heridas y sus cicatrices, estén las segundas. Para organizar efectistas cortejos y deslumbrar con actos de impacto estético hay gente mucho más cualificada que un conjunto de cofrades, con sus sensibilidades y situaciones variopintas, pero es aquí, en la realidad compleja de los llamados de diversas maneras a un mismo sitio, donde hay una hora para abrir la puerta del templo y hallar la identidad de una “x” que no dejará nunca de ser una cruz.

Tiempos llegan, y no tengo espíritu agorero sino todo lo contrario, en que harán faltan cofrades con particular inclinación a la permanencia, sin temor a la pequeñez. Cofrades de los de siempre, algunos en viaje de vuelta (no al rescate, sino de regreso a casa), y cofrades nuevos, sin el lastre de ser expertos en no se sabe qué y de tener un palmarés de no se sabe cuándo: que encuentren abiertas las puertas, que se sepan acogidos, que al momento sean uno más. Tiempos por venir para cofrades con los pies bien asentados en el presente, conocedores del pasado (sin nostalgia pero sin negacionismo de unos rasgos donde seguir rastreando fuentes) y esperanzados en el futuro, que siempre conduce a Cristo. Tiempos recios los nuestros, como todos lo han sido porque la Cruz es bandera discutida… y victoriosa, claro. En ella, como en un espejo, se mira el Cristo Caído de la Vera Cruz, pieza antigua rehecha por González Macías hace ahora setenta y cinco años. Doblado por el peso del madero, el atosigamiento armado de romano y sayón, esbirros de las dos caras del poder, es nada en comparación con el auxilio circunstancial y buscado de Cireneo y Verónica. Sobre el paño consolador, sí, pero también sobre la misma encrucijada del instrumento de suplicio, queda grabada su faz, impresa para conmovernos su mirada redentora: ¿cómo temer entonces por nosotros cuando se nos ha regalado poder llevar tal signo en nuestras pobres manos para levantarnos de nuestras caídas? No puede haber miedo sino oración con el salmo: Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

En la fotografía, el Cristo del paso de La Caída, hoy en el retablo de San Miguel Arcángel, de la Capilla de la Vera Cruz.

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