Los intensos arman con las gomas de las mascarillas un tirachinas con el que lanzan tacos de papel prietos de puro doblados, proyectil tan contundente que el de la primera fila lanza un grito y se lleva la mano a la nuca desnuda de pelo porque el barrio se ha llenado de barberías donde se rapan dejando marcas tribales. Entonces el profesor, agotada la paciencia, manda fuera al pequeño David quien aparece ante mis ojos con cara de inocencia y un cabello de niño que aún no se ha rendido a las modas de la podadora. Cuando le hago una broma acerca del remolino que tiene en la coronilla y su directa relación con su carácter travieso, el intenso me lanza, inocentemente, la primera andanada.
-Eso mismo me dice siempre mi abuela. Qué tendrá que ver el pelo, digo yo.
Este intenso en particular me relató otro día de expulsión al aula de castigo, que se está convirtiendo en un confesonario donde se desahogan, unas relaciones familiares tan complejas que estaba haciendo cábalas en mi cabeza cuando me sacudió el siguiente perdigonazo.
-Es que usted no entiende de estas cosas. Estas cosas de la vida.
Oyéndolo recordé a mi hija, toda rizos y mofletes, cuando era una niña de cuento y se dejaba poner vestidos aunque se arrancara los lazos con saña, aquella delicia de criatura a la que morder los carrillos y estrujar a cada rato, soltar con la misma puntería que mi particular francotirador de élite la flecha de su inesperada independencia.
-¡Mamá, calla, que tú no sabes de eso nada!
Hay una edad en la que le permites a la monicaca de turno cualquier cosa porque te anega la belleza de su inocencia, el descubrimiento de la afirmación personal, el vuelo liberado. Una niña girando en medio de la hierba, un niño que corre sin saber adónde, mi sobrino dando saltos de pura felicidad por el mero hecho de saber darlos. Es la fuerza de lo que vive, de lo que bulle, de lo que me sustituye, de lo que me arrincona, y te sientes deliciosamente al margen viendo como le pegan patadas al balón hasta que lo revientan, sabiendo que por mucho que les aleccionemos, a los intensos del primer curso cincuenta minutos quietos y callados, concentrados y sin armarla les parece una proeza que, a lo largo de la mañana, es cada vez más imposible.
-Es que no nos entienden.
Mi ofendido David aún tiene en la muñeca la onda con la que ha cometido el crimen y seguro que en los bolsillos hay suficientes municiones para disparar a toda la clase. Pero se siente incomprendido. Yo tengo que ahogar la risa, echarle la consabida bronca acerca de la actitud en clase y después no puedo por menos que amagar una caricia o una palmada sobre la cabecita coronada con un remolino que, niño aún, ni se corta ni somete.
-A ver si va a tener usted razón y tiene la culpa el pelo.
Hay un remolino en mi memoria de rizos rubios, niños al sol del juego. Y el alumno expulsado, que abre la boca como un gato chico y olvida la tarea encomendada, pone la cabeza sobre los brazos posados en el pupitre. Tiene un remolino de pelo tieso y la mirada limpia y sana. No puede parar quieto y en cuanto suena el timbre se levanta como un resorte pero antes de salir recuerda que le tengo que dar permiso, yo, que le hablo igual que su abuela.
-¡Prometido que esta tarde me corto el pelo!
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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