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La lectura
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LA OPINIÓN DE ROMÁN DURÁN HERNÁNDEZ

La lectura

Actualizado 20/03/2022 16:17
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El buen lector debe leer a la vez tres, cuatro o cinco libros, descansando de cada uno en la lectura de los otros

A mi amigo Jesús Muñoz

Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, dijo el gran Perogrullo que es uno de mis clásicos, y a quién se ha calumniado más de lo debido.

El vivir, como yo vivo, en una antigua ciudad, apartada de las grandes vías de comunicación y donde es relativamente fácil aislarse, metiéndose en casa, tiene sin duda sus inconvenientes, pero creo que sus ventajas son mayores aún.

Nunca le falta a uno la media docena de amigos con quienes departir; en buenos días están el campo, la sierra, el encinar, y hay luego los chismes de la ciudad y cosas del Ayuntamiento. Y francamente, vale más hablar de ellas que no de los problemas nacionales, sobre todo con los problemas de corrupción que verdaderamente apestan. Y queda en todo caso, en estos días cortos, destemplados y lluviosos del otoño, el meterse en casa a vivir con los grandes muertos; con los genios de la humanidad.

El buen lector debe leer a la vez tres, cuatro o cinco libros, descansando de cada uno en la lectura de los otros. Así estos días, a la vez que leo a Unamuno, leo a Tácito, una historia de la religión cristiana, alemana, un libro de historia del gran historiador norteamericano Parkman, he leído y releído a Flaubert, sobre todo los cinco volúmenes de su correspondencia.

Flaubert es una de mis debilidades porque yo, que no pienso volver a leer ninguna novela de Zola, he leído hasta tres veces alguna de Balzac, y he repetido las de Flaubert. Y es que Flaubert, este puro artista, está henchido por el arte y a la vez de escepticismo, de íntima desesperación.

He releído L’education sentimentale, me propongo leer Madame Bobary, ayer terminé Bouvard et Pecuchet. Pero sobre todo la Correspondance. Ahí está el hombre que dicen que no aparece en sus obras. Lo cual no es cierto tratándose de un gran artista.

Sólo en las obras de autores mediocres no se nota su personalidad, pero es porque no la tienen. Él, Flaubet mismo, decía que el autor debe estar en sus obras como Dios en el universo, presente en todas partes, pero en ninguna de ellas visible.

¡Cómo me atraía estos días seguir las vicisitudes sentimentales de este hombre de altos y bajos, de entusiasmo y abatimiento, de eterna decepción y desencanto!

Hay una cosa sobre todo que siempre me ha atraído hacia él, y es lo que surgía de la tontería humana.

Me ocurre lo que le pasa a Flaubert: Qué aguda y que dolorosamente siento la estupidez humana. Quizá tenga una raíz de soberbia, pero antes perdono una mala pasada que se me juegue, que una ramplonería o una sonora vulgaridad que se me diga como algo que merece la pena de ser oído. Prefiero a un malvado que a un tonto, porque el malvado descansa a veces, mientras los tontos suelen ser vitalicios. La mediocridad y la rutina mentales me duelen hasta físicamente.

El libro de las simplezas y decepciones de Bouvard y Pecuchet es un libro doloroso. Hasta su manera de estar escrito, seca, cortada, a saltos, con feroces sarcasmos de vez en cuando, es dolorosa. Y hay en esos pobres mentecatos –no tan mentecatos, sin embargo, como a primera vista parece-, algo de Don Quijote y Sancho, inspirados en pate, no me cabe duda, por aquellos, no son cómicos sino a primera vista, sobre todo a los ojos de los tontos, cuyo número es, según Salomón, infinito, siendo en el fondo profundamente trágicos.

El Quijote era una de las grandes admiraciones de Flaubert. En 1852 escribía a Luisa Colet, la Musa: “Lo que hay de prodigioso en El Quijote es la perpetua fusión de ilusión y la realidad, que hace de él un libro tan cómico y tan poético. ¡Qué enanos todos los demás al lado suyo!; ¡Qué pequeño se siente uno, Dios mío, que pequeño!”.

El Quijote dejó indeleble marca en el espíritu de Flaubert; su producción literaria es profundamente quijotesca. Cervantes era, con Shakespeare y Rabelais, con Goethe acaso, el genio que más admiraba. Y fue Cervantes quién lo llevó a contraer aquella “enfermedad España”, cuando en una de sus cartas dice “Je suis malade de la maladie de l’Espagna”. No acabó nunca, en cambio, de sentir bien al Dante, a ese formidable florentino, que es una de mis debilidades. Pero me lo explico por lo mismo que sentía hacia Voltaire una admiración de que no puedo participar, aún reconociendo toda su grandeza. Es cosa de sentimiento, o mejor dicho, de educación, y la de Flaubert no fue muy católica.

Pero sentía la fuerza del catolicismo. En 1858 escribía: de aquí a cien años Europa no contendrá más que dos pueblos: los católicos de un lado y los filósofos del otro. Él no podía irse ni de un lado ni del otro. Le faltaba la fe religiosa, pero tampoco era uno de esos espíritus simples que puedan entusiasmarse con la ciencia, el progreso o la ingeniería.

Leed la correspondencia de Flaubert y veréis al hombre, al hombre cuya terrible ironía era un grito de vencido; al hombre que sufrió con Madame Bovary, con Federico Moerau, con Pecuchet... Veréis al hombre cuya religión era la de la desesperanza y cuyo odio era al del burgués satisfecho de sí mismo, que cree conocer la verdad y gozar la vida, y os suelta una necedad cualquiera, a nombre de la fe o a nombre de la razón, amparándose en la religión o amparándose en la ciencia. ¿Es extraño que un hombre así, el solitario de Croisset, padeciese la dolencia de la tontería? Y para no tener que soportarla se enterraba entre libros, a desahogar su dolencia en sus inmortales obras.

¿Cómo voy a salir de casa estos días? ¿A qué? ¿A ponerme malo de oír la tontería monárquica o la tontería republicana, la conservadora o la liberal? ¿Voy a salir a oír el consuelo del tonto creyente que nunca ha dudado, o del no menos tonto librepensador que tampoco duda? ¡No, no, no; mejor meterme en casa a fortificarme con el destino, leyendo a los grandes desengañados y a los grandes engañadores, a los apóstoles de la desesperación y a los de la inmortal esperanza, a los que quieren dejar de ser y a los que quieren ser siempre! Y que los “vivos”, entre tanto, se burlen de los locos; que siga el “macaneo” de los que se creen “avispados”.

¡Oh santa soledad!

Román Durán