Hace dos años, mi hijo estaba en las montañas de Asturias de excursión con su facultad; tuvo que volver precipitadamente a Salamanca, donde la directora de su colegio mayor le estaba esperando para que sacara sus cosas y poder cerrarlo. Después de intentar repatriarlo infructuosamente (aviones cancelados, fronteras cerradas) le dije, haciendo gala de una ingenuidad sin medida, que cogiera lo necesario para pasar un par de semanas con la abuela en su casa y que ya veríamos luego. Era yo uno de esos millones de terrícolas convencidos de que nada gordo le podía ocurrir a una raza humana que había doblegado vientos, conquistado el espacio y comprendido, después de dos guerras mundiales, que ya no servía lo de matarse por un trozo de tierra. De ese par de semanas que yo me autorecetaba, hemos llegado hasta aquí, inaugurando el año III de esta pandemia que a mí me gusta llamar plaga, porque me recuerda al Decamerón, e incluso al Egipto peliculero de “Los diez mandamientos”. Pandemia no me trae, como palabra, más recuerdo que el del Telediario que no me gusta ver con sus cifras cotidianas de muertos y horrores.
Dos años han pasado desde que la madre naturaleza nos puso en nuestro sitio dándonos una oportunidad para ser más amables con ella, cosa que no creo que hayamos hecho. Como tampoco hemos sido mucho más amables los unos con los otros, dicho sea de paso; porque pasados los primeros momentos de angustia, las ayudas a los vecinos de la tercera edad, los aplausos solidarios y tantas otras cosas que merecieron la pena, en cuanto que nos pincharon un par de veces y dejamos de colapsar los hospitales, con las mismas, volvimos a ser lo que éramos: unos eternos adolescentes enrabietados, con escasas excepciones.
Como yo practico la nostalgia terapéutica, quiero acordarme hoy de una primavera esplendorosa en aquel año I, en estas tierras donde la primavera se hace de rogar. Recuerdo paseos interminables por bosques de helechos como palmeras o por calles libres de coches; padres con niños pequeños jugando en los parques y hablando con otros padres con los que nunca se habían parado a hablar. Quiero acordarme de la levadura compartida con los vecinos y escamoteada a la receta de muchos bizcochos y magdalenas horneadas en un tiempo de propina que, cuando conseguíamos quitarnos el miedo del cuerpo, empleábamos en leer libros gordos y en otras circunstancias indigestos; en ver series largas como el Nilo y en hablar con nuestros seres queridos en interminables conversaciones que desde entonces no hemos vuelto a tener. Aquel tiempo detenido dentro de un marasmo mundial, fue un instante de silencio en medio de una traca valenciana que desde entonces no ha dejado de sonar.
Dos años en los que, si hemos demostrado algo, es que de aquello ni salimos juntos ni salimos mejores; es más, en España hay cerca de cien mil personas que no salieron, punto. En mi país de acogida, y mira que es chico, treinta mil personas ya no verán amanecer, y de la misma manera, varios millones faltan al recuento mañanero en este globo terráqueo que creíamos pequeño porque volábamos en unos aviones que no paraban un minuto en tierra, pero que resulta que es grande y está lleno de tardoadolescentes enfurruñados.
En este año III, los seres enrabietados creen que han dejado la plaga atrás que, puestos a creer es todo un ejercicio de fe que supera a la multiplicación de los panes y los peces y los Reyes Magos todo en el mismo día. Ellos, los que gritaban a favor de la libertad que decían que les faltaba por tener que enseñar un certificado de vacunas, se han callado de repente. Y en una esquina del patio de nuestra casa europea, el enrabietado mayor, puede provocarnos un apocalipsis en directo que ni el mejor videojuego de nuestros hijos es capaz de reproducir. El año III promete.
Y yo, por ahora, en lo que los vientos de guerra soplan a rachas levantándonos la melena y la sospecha de lo que pueda venir, sigo leyendo a Dostoievski, en este momento muy necesario; a ver si entiendo algo más de lo que está pasando y, sobre todo, a ver si consigo leerlo todo antes de que me obliguen a tirar sus libros a la hoguera los enrabietados de turno, que ya han comenzado a derribar estatuas y a prohibir conciertos donde se toque a Tchaikovsky o a Shostakovitch. Ya ven ustedes, enrabietarse y convertirse en un tirano son a veces acciones separadas por una distancia muy corta. Que venga pronto el año IV por favor, aunque sea otro más de plaga, porque el III no nos está gustando nada.
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