El cine, desde su aparición hasta hoy mismo, nutre el imaginario colectivo de todos. Algunas de sus imágenes nos hechizan y se quedan prendidas en la conciencia de todos. Adquieren entonces un carácter simbólico que nos interpreta, que habla de lo que somos.
Así ocurre estos días con esa ya desde hace tiempo mítica película de Sergei M. Eisenstein El acorazado Potemkin (1925). Particularmente la escena de la escalinata o escalera de Odessa, en la que, ante el avance de una hilera de soldados que disparan con sus armas de fuego, una multitud despavorida de gentes huyen escapando de la muerte.
En tal escena, hay dos secuencias particularmente simbólicas: la de la madre, con su hijo malherido en brazos (¿no estamos ante una recreación del ‘stabat mater’?), que, como dama oferente, en dirección ascendente va hacia los soldados, que, sin piedad alguna, le disparan y la matan.
Así como la de ese carrito en el que, desamparado, tras haber caído su madre, va escaleras abajo, entre la estampida de la multitud, con un niño de apenas meses, como si fuera la ofrenda de la vida que busca un itinerario de salvación, ante tanta muerte.
Son imágenes que podemos extrapolar, de modo simbólico, a la actual situación de Ucrania, del pueblo ucraniano, que, ante la bárbara e injustificada invasión de unas autoridades rusas irracionales y despóticas, que ha asediado el país con guerra y muerte, trata –como la madre con el hijo en brazos, o como el bebé en el carrito– de huir (tantos cientos de miles de refugiados), de resistir, clamando siempre por una vida digna y en paz, que era la que tenían antes de la invasión y de la guerra.
Aunque, desde las frías estrategias y tácticas bélicas, son meras cifras, lo más doloroso y condenable es la muerte de tantos cientos o miles de personas (ninguna muerte tiene justificación alguna), la destrucción de los hogares, la huida forzada de tantos, el desamparo de los niños, de las mujeres, la entrega de cadáveres a las fosas comunes… Crímenes de guerra, sin justificación alguna, por los que quienes han realizado la invasión violenta y bélica tendrían que pagar ante esa justicia universal tan necesaria.
Y, ante tantos y tantos inocentes, cuyas vidas han sido segadas sin haber logrado alcanzar la plenitud en la tierra, un derecho concedido a la vida de todos, nos acude la imagen del ángel de la historia, ese Angelus novus, sobre el que reflexionara el pensador alemán Walter Benjamin.
Ese ángel de la historia, ese angelus novus que, en el final de los tiempos, habrá de desandar el camino para recoger en sus brazos todos esos seres cuyas vidas han sido segadas…, porque merecen esa reparación que, aunque ignoremos en qué habrá de consistir, todos los seres humanos merecen.
Como merecen una reparación esos miles de madrileños, invisibles (no hay más que ver la ceguera de ese consejero, mirando hacia el suelo, en cínica actitud de buscarlos, desde una tribuna pública), que, según informe de Cáritas, se hallan –uno de cada cinco seres humanos de los que viven en tal comunidad autónoma– incluso más allá de la pobreza, en la exclusión social; debido, sin duda, a políticas injustas y antisociales, que no se elaboran al servicio de todos, de ese bien común en que consiste la buena gobernanza.
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