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Vísperas (III): el hijo del carpintero
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Vísperas (III): el hijo del carpintero

Actualizado 19/03/2022 09:29
Tomás González Blázquez

En aquel taller no se medían tableros para formar andas, no se cortaban listones para encuadrar cartelas, no se tiraba de gubia ni de buril para buscar formas sagradas a partir de un tronco de madera, no se barnizaban moldeadas superficies ni se las pintaba para que alguien, luego, rezara ante ellas. Era un taller fiel a la ley, acorde con el hombre justo que lo regentaba: No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto (Éxodo 4, 4-5). Esa ley observada por José vino a hallar plenitud en la Gracia que apareció por medio de Jesús, el hijo del dueño, el aprendiz del oficio: Fue a su ciudad y se puso a enseñar en su sinagoga. La gente decía admirada: “¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero?” (Mateo 13, 54-55). Lo fue bajo la ley, verdadero hombre, y también, bajo la Gracia, se reveló a todos como el Hijo del Altísimo, verdadero Dios.

La forma de salvar al mundo elegida por Dios pasó por la carne, y fue encarnado en la debilidad humana como nos abrió los ojos para reconocernos como lo que somos, su imagen, arcilla embellecida en sus manos, obra acabada de sus dedos. Quiso que le pudiéramos mirar y sentirnos mirados, y escuchar y sabernos escuchados, y tocar su manto, y ungir sus pies con perfume…, y por esto nos ayuda tanto a algunos, muchos, ver su efigie entronizada en un altar de cultos, puesta a nuestra altura en una veneración o subida a un paso que atraviesa la puerta de la iglesia y sale a las calles de Salamanca para recordar los sucesos ocurridos hace casi dos milenios en las calles de Jerusalén.

La plena humanidad y la plena divinidad de Cristo es la afirmación de fondo, con todos los matices de forma que se quieran, que habrán de hacer en apenas tres semanas las cofradías de nuestra ciudad. Me gusta imaginarlas como talleres en los que el hijo del carpintero va moldeando corazones acaso fríos aún, no endurecidos como la piedra pero sí un poco resistentes como la madera, como el mío, para que nos atrevamos a decir de Él que es Dios y hombre verdadero, y que lo hagamos de modo tan auténtico, tan fraterno, tan bello, que parezca creíble como de verdad lo es: aquello de ser uno como el Padre y el Hijo son uno, para que el mundo crea (cf. Juan 17, 21).

Fantaseo con aquellos escultores salmantinos de comienzos del siglo XVII, en los que la Vera Cruz pensó para sus procesiones, que regulaba con precisas ordenanzas y necesitaban dignos pasos. Me figuro a Pedro Hernández tallando la imagen de Nuestro Señor de los Nazarenos, o a Jerónimo Pérez haciendo lo propio con la del Resucitado, con su capa, por nombrar dos imágenes que ya no existen o su rastro se perdió, y entonces recuerdo a los cofrades que despedimos, y también a aquellos que un día dejaron de aparecer por las hermandades, porque estoy convencido de que, en unos para ganar la vida eterna, y en otros para seguir caminando por esta peregrinación terrena, la cofradía, su cofradía, les calentó y les ablandó el corazón, se lo hizo más cercano al de Cristo.

Pienso, por supuesto, en los más grandes que aquí dejaron su talento para siempre: un Bernardo Pérez de Robles, el hijo de Jerónimo, uniendo el Perú y Salamanca entre los brazos del Cristo de la Agonía, un Alejandro Carnicero imaginando el tirón de pelo al Cristo de Los Azotes en un escorzo perfecto, un José de Larra definiendo el semblante del Nazareno que terminaría en San Julián, un Luis Salvador Carmona ayudándonos a comprender que en La Piedad tenemos a nuestra Madre… Y sé que el Crucificado de los Capuchinos tiende puentes entre orillas, tantos como para abrir las fronteras que la guerra cierra y para llenar camiones de ayuda rumbo a Ucrania; y que el Cristo atado a la columna desatará los nudos de las discordias entre cofrades, suscitadas tantas veces por minucias y algunas sostenidas en mentiras; y que cuando nos mire el que carga con la Cruz llameante no bajaremos los ojos al suelo, porque nos está hablando de perdón y de cosas serias; y que cuando veamos el cuerpo inerte del hijo del carpintero en el regazo de su viuda asomando por la Catedral y por San Esteban sabremos que en socorrer a viudas y huérfanos está la clave de la misericordia, la corporal y la espiritual, siempre con obras por las que la fe está viva.

Me dejo llevar en un delicioso paseo hasta el Patio de Escuelas Menores y me sitúo en los años cuarenta, un álbum en blanco y negro para disfrutar con las obras de los Montagut, Macías o Villar. Pasos de la escuela de imaginería local, ¡ojalá pronto un resurgimiento! Nuevos conceptos entrelazados con la tradición heredada. Y también avanzo unas décadas hasta recorrer los Cristos y las Vírgenes, y algún que otro secundario, pocos, que se han ido sumando a las devociones, a los calendarios de cultos, a las tareas de montaje y conservación, a la familia que los cofrades formamos con nuestras imágenes. Nuevas fundaciones de cofradías, proyectos que aún esperan su hora y otros descartados, iniciativas que requieren esfuerzo y encuentran escasa respuesta, pero así es la siembra cristiana… Casi un siglo de historia cofrade que todavía pueden contar los más mayores del lugar, como memoria viva, y las sucesivas generaciones de cofrades que hemos ido viendo los nuevos pasos ideados, abocetados, encargados, esculpidos, policromados, pagados, bendecidos y estrenados.

El hijo del carpintero, no puede ser otro, habrá de inspirar a los nuevos artistas que se vean en el trance de retratarlo para una cofradía. Luego, en la procesión, suscitará preguntas; en el templo, motivará oraciones; en cada cofrade, en cada devoto, cobrará vida su entraña de madera en el corazón de carne, porque no son ídolos sino mediación en la travesía de la vida, como un compañero en el camino hacia la meta de la propia pascua.

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