Andaba yo incidiendo bastante en los últimos artículos en temas profundos con base de que cada persona envejece de una forma o un ritmo distinto, pues la edad cronológica no es la que marca nuestro ADN.
Me lo ha reprochado hasta nuestro inefable amigo, el señor Manuel de grato recuerdo; desde la lejanía a la que ahora nos vemos obligados, ya que mis desplazamientos hasta el pueblo y la parcela se han reducido drásticamente… vamos ¡qué no voy!
Y no quiero estresarme, pues ello es uno de los factores, que más años de vida nos quita, y además nos hace sentirnos muy mayores. Tampoco es cuestión de escribir sobre la invasión de Ucrania, por Rusia. Pues “todo quisque” con más o menos sapiencia, está hablando y escribiendo sobre ello.
Y estaba a punto de plantearme la pregunta, en respuesta a un folio en blanco y entonces… ¿De qué escribo? Cuando llegaron de visita a casa mi nieto Alberto, su compañera Elena y la hija Lola que mientras nosotros cambiábamos impresiones se puso a juguetear con las “cosas” que tengo dispersas por la casa. En un momento dado hicimos el silencio al escuchar unos acordes extraños y estridentes y Lola entró en la habitación tratando de sacar sonido de un artilugio, viejo y deteriorado que portaba en sus manos… ¡Un reclamo para la caza de perdiz! (Ver foto).
Y fue ese un momento mágico para mi mente de algo que ocurrió cuando los arroyos de agua bajaban limpios y saciar la sed en ellos era privilegio. De repente, ese viejo-reclamo me transportó a la Sierra de Béjar, donde la provincia de Salamanca pierde sus límites y se empareja con la hermana Cáceres. Y a un pueblecito precioso, El Cerro, bonito y pintoresco situado a caballo de Lagunilla y Valdelageve y abajo, en un hoyo con retrospectivas medievales Montemayor del Río. El pueblo de El Cerro tiene esencias propias que en este día del que os hablo en mis recuerdos gozaba de calles empinadas y empedradas, balcones colgantes donde se secaban frutos del campo, pimientos, higos. Pilones de agua corriente por doquier, agua que al beberla daba dolor de dientes por su frialdad, almazaras de aceite y olor a heno recién cortado…
Llegar hasta El Cerro en aquella época era primordialmente en tren hasta la Estación de Puerto de Béjar y desde allí más bien a “peón” o en “jaca” genuina del pueblo y después de atravesar las tortuosas calles de Peñacaballera y continuar por un camino de herradura entre helechos, robles y castaños junto a regatos pletóricos de aguas mil; llegar pasando por el puente de La Merchana y bordeando la Fuente del Avellano arribar al pueblecito gris, por las piedras de canchales de los edificios que se intercalaban con barro y adobes milagrosamente situados entre postes de rústica madera; haciendo un milagro de ingeniería elemental…
Mi padre era el médico del lugar. Y creo que se hizo cazador con reclamo con perdices vivas en sus respectivas jaulas y también de este artilugio del que escribo y hablo hoy; que dada la abundancia de perdices salvajes en aquella época, era sumamente eficaz, aunque ¡eso sí! Había que saber dar los toques precisos, para tener un resultado rentable…
Previamente había que realizar un ritual que no era fácil; hacer el puesto refugio, estratégicamente situado para no ser vistos. Y luego esperar con infinita paciencia que las perdices “desperdigadas” por aquellas grandiosas Navas, escuchasen el sonido del reclamo y acudieran a la cita, enceladas. Recuerdo que un día después de comer nos fuimos hasta Las Navas, un largo recorrido pletórico de belleza y maravilloso observatorio desde donde se veía hasta la provincia de Cáceres a lo lejos y el Pantano de Gabriel y Galán, repleto de agua.
Época de precariedad de vida aquella; mi padre llevaba solamente siete cartuchos que él mismo había recargado. Una vez asentados en el puesto y hecho el silencio absoluto, que para mí era un suplicio, comenzó a “tocar” con maestría de virtuoso el artilugio-RECLAMO-, dando golpes repetidos y coordinados sobre la palma de su mano izquierda en cadencia interminable. Al rato; y subiendo despaciosas por las tapias del cercado aparecieron las perdices; moviendo la “gaita” (cabeza) recelosas y dudando en entrar o no a la “pelea” con el congénere camuflado. Siempre “entraban” y mi padre dejando de “reclamar” comenzaba a disparar eligiendo pieza. Los siete cartuchos desaparecieron en un “santiamén”… Y lo que sucedió a continuación no se me ha olvidado, jamás. El ver a mi padre fuera del puesto de caza con los brazos abiertos haciendo frenéticos aspavientos con ellos, mientras trataba de “espantar” a las muchas perdices enceladas con el reclamo que eran acérrimas en abandonar aquella tierra de algarrobas en el predio de Las Navas, y a la vera de “Hornacinos”…
Como verá usted, amigo señor Manuel (Ver foto), aún no tengo afortunadamente pérdida de memoria a mis 87 años de edad. Pues eso.
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