Pues sí, como ya es nombre viejo, cada vez se oye menos lo de Distrito Federal, o deefe, sobre todo por acá; sin embargo, fuera de México es una marca que sigue teniendo una cierta vigencia, eso sí, aunque solo sea porque nunca se ha terminado de entender cómo se llama esta ciudad.
Recuerdo que cuando se aprobó la Constitución de la Ciudad de México –que hasta entonces no la había tenido, por ser un distrito federal, o sea, el Distrito Federal, o sea, algo que no era equivalente a los estados en que se dividía el país por ser la sede de los poderes federales– escribí lo siguiente en Facebook:
Por cierto, para los amigos de aquella orilla: habemus Ciudad de México... O sea, que el Distrito Federal dejará de existir; va a pasar a ser la Ciudad de México y lo que hoy son delegaciones (como los arrondisements de París, por ejemplo, o los distritos en Madrid), serán alcaldías... Ya sé que les da igual, pero tiene algo de imponente estar viviendo algo así, histórico...#FinDelComunicado.
Recuerdo entonces un cierto debate porque equiparar al DF con el resto del país había sido una demanda de lo que se identificaba como izquierda: había quien propugnaba que se considerara “estado 32”, y se hablaba del “estado de Anáhuac”; terminó quedando en Ciudad de México… O bueno, CdMx, que la modernidad marca tendencia.
Cabe aquí recordar que era algo complicado, para los extranjeros, entender que zonas rurales como Milpa Alta eran Distrito Federal y partes de la mancha urbana como Tecamachalco no pertenecían a esa entidad a la que la mayoría, de los extranjeros, le decía Ciudad de México –denominación que aquí convivía, sin lío, con la de DF, Deefe o Distrito Federal–.
Cada vez que teníamos visitas, una conversación siempre era sobre el tema: la dificultad de conceptualizarlo, para un “no-mexicano”, terminaba confluyendo en la mucho más metafísica diferencia entre un taco y una quesadilla; al respecto, yo digo que una implica pasar el conjunto por el comal mientras que el taco implica que el comensal echa en la tortilla lo cocinado. Y punto pelota.
Pero no nos desviemos.
También existía, y ahí sigue, el término “chilango”, que tal vez empezó teniendo algo, o mucho, de despectivo pero que terminó siendo asumido como propio por nosotros, los de acá. Si hace poco se estrenó una película titulada Chilangolandia, les aseguro que es porque se usa.
De hecho, en esos momentos remotos de hace… como cinco años, había quien no terminaba de estar conforme con lo de “chilango”, por lo que hubo propuestas, medio en broma medio en serio, de gentilicios: “ciudadeños”, “ciudadenses”; mexiquenses no podía ser porque lo usa uno de los estados, el Estado de México –otra de las explicaciones difíciles de entender para las visitas, es el estado que prácticamente rodea a la ciudad–.
Por mi parte, propuse “mexicopolitanos”, jugando con la idea de emular gentilicios tan barrocos como hidrocálido, usado para referirse a los, y las, de Aguascalientes.
A más de un amigo le gustó pero, como dicen por acá, no pegó, por lo que nomás sigo siendo chilango, y gachupín. O sea, charro de dos orillas.
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