Me enviaba este miércoles un buen amigo, de esos que he hecho gracias al “mundo cofrade”, unas palabras del obispo de Córdoba que ya tienen unos años, ocho y medio, pero que siempre viene bien recordar. Más aún en medio de los fragores cuaresmales. Escribía así Don Demetrio a los cofrades de su diócesis antes del Vía Crucis Magno que celebraron en septiembre de 2013, por la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz: El mundo cofrade, como la misma vida, necesita renovación continua. Y esa renovación le viene de dentro, es decir, del fervor con que se vive la fe y la pertenencia a la cofradía y la decisión de arrimar el hombro cuando haga falta (nunca mejor dicho). El mundo cofrade no es para personas deseosas de protagonismo o personalismo, que no han podido encontrarlo en otros ámbitos de la vida. Cuando esto es así, la cofradía es un problema continuo. En el mundo cofrade, como en toda la vida cristiana, vale quien sirve, y no vale quien quiere servirse de la cofradía para sus intereses.
Como la misma vida, como la vida misma. La uniformidad en el atuendo, el anonimato en el desfile, la buscada y a veces lograda precisión estética, pueden hacer olvidar por un momento que detrás de cada capuchón hay una persona, y que son muchas y diversas las razones que les han concitado allí, en ese momento de la procesión, en la fecha de costumbre, en el lugar convenido. El cortejo, con su organización, sus tareas correspondientes y sus puestos determinados, es una imagen ideal de lo que podría resultar la cofradía, en la que todos tienen una misión igualmente importante, sea portar la cruz de guía, alumbrar con el cirio o cargar las andas. Sin embargo, de ese protagonismo y/o personalismo del que alertaba el prelado cordobés no se libran tampoco las hermandades.
Hay protagonismos de larga estancia, con presidencias ocupadas durante décadas que, en un alarde de lo más pintoresco, hasta regatean normativas diocesanas con dispensas, adelantos o lo que se tercie. Y también personalismos de paso fugaz, de esos que irrumpen con fuerza e igual que se hicieron notar se deshinchan y se esfuman, en no pocos casos con alguna cuenta pendiente o alguna herida abierta, y en otros con la esperanza de que esa siembra aislada pueda dar algún fruto, como también lo dará, no seamos injustos, la del directivo sempiterno. Unos y otros están, o han estado, detrás del capuchón.
En otro punto de su carta dice Monseñor Fernández que la piedad popular, como todo, tiene sus riesgos, pero tiene sus grandes valores. Nunca debe perder el norte de que ha nacido en la fe y debe vivirse en clima de fe. Cuando se queda en lo superficial o se reduce a mero acontecimiento cultural, corre el riesgo de desaparecer. La piedad popular es la fe de los sencillos, pero no debe confundirse con una fe sin raíces. No debe perder la conciencia de que ha nacido en la Iglesia católica y a ella pertenece, y esa pertenencia salvaguarda de interferencias culturales y políticas de turno.
Nunca está de más subrayar esto, ahora que las noticias cofrades llegan a los digitales, para anunciarnos solemnes traslados y otras sorpresas, y volveremos a leer esa sarta de improperios contra los “muñecos de madera”, contra los cofrades que somos muy malos y contra la Iglesia, de la que formamos parte sin lugar a dudas (a lo mejor dudarlo puede hacer preguntar sobre el lugar propio). Habrá burlas contra nosotros (debe ser nuestro sacrificio) y blasfemias (que no deberíamos tolerar) por parte de laicistas, amargados y algún que otro nostálgico de la hoz y el martillo, pero alegrémonos por ser perseguidos por ser cristianos a nuestra manera, estando detrás del capuchón. También habrá intentos de influir, de manipular, de parasitar, desde la esfera civil, como si fuéramos meras terminales de las consejerías o concejalías de turismo, así que tocará cubrirnos con el capuchón para centrarnos en lo que nos une y nos compromete, el anuncio de nuestra fe, de un Evangelio que aspira a cambiar el mundo a mejor.
Concluye la citada carta episcopal afirmando que esta es una ocasión propicia para agradecer a tantas personas las horas que gastan en preparar y sacar a la calle sus sagrados titulares, los ensayos de costaleros y las bandas de música. Cuando sale a la calle una procesión de éstas, se remueve y se conmueve toda la sociedad. Que este movimiento abra rendijas por las que pueda entrar la luz de la fe en tantos corazones, para que experimenten ese amor más grande que sólo Dios y su Madre bendita son capaces de dar. Era aquello un acontecimiento extraordinario, y llega otro que, a su modo, también lo es, una Semana Santa en la calle después de dos años en casa y en los templos. La ocasión merece aparcar esas rencillas propias de nuestros egos, que a todos nos esclavizan, en pos de un esfuerzo común, y que éste sea sincero, de frente, sin recovecos, sin tonterías, sin falsas ceremonias. Para que cuando nos quitemos el capuchón después de la procesión podamos darnos de verdad ese abrazo de hermanos cofrades que nos debemos desde el Domingo de Resurrección de 2019.
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