La literatura y el cine nos han dejado un retrato poco amable de los diplomáticos. Han sido los aliados de Spectra en las películas de James Bond; atildados señoritos de buena familia con problemas existenciales y tendencia a pasar secretos de estado en las novelas de John Le Carré y no nos metamos en detalles con el despiadado retrato que hace Albert Cohen de ese Solal, guapo, oportunista y pusilánime en Bella del señor, maravillosa novela. El diplomático es un personaje literario que da para mucho; puede ser a la vez rufián y caballero, héroe y casquivano, gentilhombre y asesino a sueldo con un Martini en la mano.
Y resulta que los diplomáticos que no salen en los libros, son gente que se han pasado varios años de su vida preparando una durísima oposición con poco tiempo para convertirse en diletantes de lo que sea; oposición que los convierte en funcionarios del estado expedidos a un puesto en el extranjero, en donde tienen que lidiar con los problemas de la gente común y corriente y no tanto acudir a fiestas de smoking y atiborrarse de canapés a todas horas. No todos trabajan en París o Nueva York; el mundo tiene, a día de hoy, 194 países, y en 126 de ellos hay una embajada española; a lo que hay que sumar ochocientos consulados donde tramitar pasaportes perdidos, testamentos, certificados de defunción y hasta casarse si se tercia. Hay que picar mucha piedra por aquellos países esdrújulos antes de llegar a París o a Roma.
Hace unos días, un convoy de dos autobuses y algunos vehículos particulares, tardó dos días en recorrer 650 kilómetros, distancia entre Kiev y la frontera polaca. En él viajaban ciudadanos españoles residentes en Ucrania, mujeres, niños y hasta una parturienta a punto de dar a luz; y al mando la embajadora española en Ucrania, Su Excelencia (que lo es y no sólo por ser embajadora) Doña Silvia Cortés, que bautizó la operación con el nombre de su perra: Prusia. Hace unos meses, otra operación similar sacó de Afganistán a más de dos mil personas, españoles y afganos, civiles y militares; el señor embajador y su segunda de a bordo, no abandonaron el aeropuerto de Kabul (y la cosa se había puesto muy fea) hasta que se aseguraron de que nadie se quedaba atrás. Si me pongo intensa y acercándonos al ocho de marzo podría, además, señalar que dos de esos tres admirables funcionarios son mujeres, pero en este caso lo que importa es la eficacia y la calidad humana del servidor público, independientemente de en qué posición hace sus necesidades.
Es muy fácil criticar a los funcionarios en tiempos recios como los que atravesamos. Es fácil halagar al empresario audaz, ese hombre maravilloso que da trabajo y crea riqueza allá por donde pisa, trabajando de sol a sol (por cierto ¿han visto ustedes “El buen patrón”?) y se desloma vivo para recuperar una miserable pensión al final de sus días y poner a caldo al funcionario que quemó buena parte de su juventud opositando, tiene sus ingresos estrictamente controlados por hacienda, cumple con su horario y gana poco más al final de su carrera que cuando empezó. Funcionarios que se ocupan de cosas tan poco útiles como curarnos en la Seguridad Social, darles clase a nuestros hijos, formar universitarios que en el futuro descubrirán vacunas, garantizar la tranquilidad en las calles o tramitarnos engorrosos documentos.
Algunos de ellos, son diplomáticos, y te pueden sacar de un atolladero y hasta de un país en guerra. A mi concretamente, uno de ellos me sacó de un país no en guerra pero casi, hace ahora veinte años. A él acudí con un bebé de tres meses que esperaba el pasaporte español al que tenía derecho por ser mi hija, harta de que muchos de los oficinistas (no funcionarios) de su consulado intentaran ejercer conmigo el poder que da el estar detrás de una ventanilla y tener el matasellos bien agarrado por el mango. Era un joven diplomático, en aquel entonces cónsul en Bogotá que, no sólo me escuchó y se ocupó de mis cosas, sino que además me invitó a café en su oficina cuando se me ocurrió comentarle que ese día era mi cumpleaños. De aquel consulado salí con el pasaporte que esperaba desde hacía más dos semanas convenientemente firmado y sellado, y el joven cónsul con ganas de agradar y hacer bien su trabajo me acompañó hasta la puerta deseándome buen viaje. Ahora, en tiempo de bombas e invasiones de países macarras, aquel joven tan eficaz es el jefe de la diplomacia española; cuando lo veo en la televisión no puedo dejar de pensar en aquella mañana de abril y en el funcionario que arregló mis problemas cuando los demás no querían. También las guerras se pueden arreglar por vía diplomática, y para ello, mejor que esos funcionarios sean gente amable; empática y dispuesta al diálogo. Les llaman diplomáticos, y ya va siendo hora de que se conviertan en los buenos de la película, y de la novela.
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