Hay en su nombre un deje literario, una dulzura enérgica de manzana gallega, voz profunda envuelta en el humo de la chimenea encendida para el encuentro, ahí, en la casa en cuya puerta nos esperaba, recortada sobre la pared blanca de postigos verdes, un chal y botas altas: la Condesa de Alba de Yeltes, Marianela Aguilera. Y es su nombre el que me evoca un atardecer de dehesa charra, en la soledad del horizonte infinito, encinas, caballos y toros, rodeada de sus perros queridos a los que enterraba en el jardín aledaño a la capilla donde restauró, pacientemente, los santos de su devocionario…
Un nombre, Marianela, con ecos de ganado en la infinitud de una finca con casa solariega donde recibirnos con los honores de la mesa puesta, la porcelana exquisita, la charla siempre presta a recorrer un pasado que se encarnó en su persona. Quién me iba a decir que gracias a mi querido amigo Rafael Álvarez iba a conocer a la nieta de uno de mis personajes, el novio feroz de Inés Luna, el Cadete que le escribía cartas de amor desde su briosa juventud de noble medio inglés íntimo de Alfonso XIII, el pionero de la corresponsalía bélica, él que hablaba tantos idiomas, que era tan heterodoxo que se enfrentó a Franco y que, recluido en su finca, dedicado a sus escritos, máquinas y genialidades acabara sus días dando muerte a los dos hijos que tuviera con esa abuela de mi querida Marianela, ella que evocaba la tragedia con el deber cumplido del perdón. Quiso la desgracia cebarse tempranamente con mi condesa, pero como bien recuerda el biógrafo de su controvertido abuelo, el eminente historiador Luis Arias, Marianela tenía el privilegio del recuerdo, del perdón y de la aceptación de un legado que evocaba sin dramatismos y sí con la misma rotundidad con la que curaba las heridas de sus vacas, sus caballos, sus perros y regaba el jardín de la alegría de su presente y de su amor por la vida.
¿Qué es el legado, qué la herencia? El amor a la tierra, a lo que la vida pone en tus manos. Tuvo Marianela Alba la voluntad de asumir la tarea de cuidar, de amar y mantener. Ella atesoró, preservó, mimó la memoria de los suyos para sus sucesores y al mismo tiempo, donó con inmensa generosidad los documentos que ciertamente son historia de todos. Una historia trágica y también llena de amorosos lances, anécdotas sublimes de un abuelo particular del que ella guardaba amorosamente sus patines ingleses, su enorme biblioteca con los lomos de piel con su inicial y la edición de su curioso libro sobre el átomo en un tiempo donde en la dehesa salmantina solo se hablaba de toros y de cosechas. Visitar a Marianela era revivir la historia de un tiempo cuyos rastro no era una pesada carga para la Condesa de Alba de Yeltes, sino su forma de estar en el mundo junto con su alegría, su risa traviesa, su curiosidad por las gentes más diversas, su amor a los animales, su infinita capacidad de trabajo, su habilidad para con todo…
Qué privilegio conocer a Marianela gracias a Rafael, verla contra el campo que atardece, despedirse de nosotros rodeada de sus perros, de sus chales, de su jardín. No había fragilidad en ella aunque ya no era la condesa que se subía al andamio que le compró Don Emilio, su marido porque ella se lo pidió en un cumpleaños para pintar la fachada de su casa. Era Marianela toda curiosidad, encuentro, charla, la chimenea que atizar para avivar la historia, la pasada que recorría por las estancias de su casa solariega, la presente, que disfrutaba feliz con cada visita, y la futura, que abordó hasta el final con serenidad y valentía dispuesta a despedirse de todos los que tanto la quisieron con la voz firme de su alcurnia de bien.
Me sorprendo a mí misma diciéndome que estamos en el campo, felices porque vamos a ver a Marianela y mi hija prefiere irse con Rafa a por los gatos porque le aburren los pasillos de la historia y la porcelana inglesa en la que bebe leche temiendo romper la taza mientras escucha el relato de su infancia gallega en la que la niña soñaba que volaba…. Estamos en el campo y no en el funeral de Marianela… pero el sacerdote habla de esas estancias infinitas del Padre donde estará su amiga Marianela organizando, charlando con Don Emilio, el padre de mi querido Rafael, el doctor, aquel a quien ella evocaba con la misma serenidad con la que recordaba una estirpe de tragedia. Un sacerdote que la conocía y amaba y ahora oficia el funeral de una mujer irrepetible, aquella que aceptaba su historia con generosa resignación, guardando la memoria y mirando hacia adelante, disfrutando de lo que amaba y compartiendo su persona generosa, su insólito talento, la maravillosa rapidez de un ingenio inusitado. No estamos en el campo ni en su casa, y yo siento su presencia y su nombre con olor a perfume, el de sus amigas que se han apretado, ramillete de damas para venir a verla, tan elegantes, tan bellas, tan Marianela… mi condesa exquisita a la puerta de su casa, recortada contra el campo que ahora, atardece sin ella. No me digas, Rafael, que te he acompañado al funeral de Marianela.
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