Aquella niña viajaba por su mundo pequeño en un barco de papel. Recorría países sin fronteras, en los que imperaba la ley del respeto, la ayuda, la PAZ, la pasión por las cosas, y en esos trayectos el espacio era un lugar lleno de placer y belleza.
Sus juegos acompañados la llenaban de excitación y energía, y su buscado tiempo de sosiego se convertía en una nave propia, llena de nubes, pilotada tan solo por su imaginación.
Aquellas bellezas níveas eran imperceptibles al común de los mortales, que caminaban en su ir y venir a ritmo de tic tac. Pero ella las veía llenas de formas: esponjosos delfines, cabelleras rizadas de gigantes, blancas copas de árboles que florecían en invierno, inmensos copos de nieve suspendidos por hilos invisibles, mariposas cargadas de mensajes, bloques de hielo flotando en el polo, descomunales trasatlánticos prendidos en el cielo que surcaban mares inhabitados y océanos en calma... Se ponía a mirar hacia arriba para despegarse del prosaico mundo terrenal.
Y era ese territorio incógnito el que más le gustaba explorar. Esa mirada de todo lo exterior desde una propia perspectiva, esa visión de mente abierta e inquisitiva, ese enfoque poliédrico, permitía ver y disfrutar cada objeto, cada situación, en todo su esplendor.
La vida para ella era un lugar habitable, hermoso, lleno de múltiples opciones que ofrecían un abanico de pareceres, infinitas personas con distintos caracteres, prismas diferentes, formas de ser, de pensar, de fijarse, y sobre todo de imaginar, de revestir cada cosa con una mirada sin igual.
Quizás era aquel interés el que la llevaba a menudo a coger pinturas y papel para dibujar su mundo de colores, diseñar líneas desconocidas en ese blanco espacio rectangular o desenvainar un útil de escritura con el que expresar todo aquello que la vida dictaba en su diario.
El contacto de aquel lápiz al deslizarse por la sábana del folio le resultaba una experiencia tan atractiva que soñaba con escribir sin parar, llenar páginas y páginas de historias, y formar un pequeño volumen, como aquellos libros tan divertidos o emocionantes o tristes o poéticos que solían caer en sus manos y que tanto le impactaban, que tanta huella dejaban en su corazón.
Quién le iba a decir que, hoy en día, las palabras, como ella hacía, se guardan en las nubes, las historias se cuentan entre blancura esponjosa, los relatos se escriben en un espacio inexistente, antes nunca explorado, que hace que los sentimientos se recojan con tinta invisible.
Quién habría pensado, hace tantos años al verla jugar, pintar y escribir, que iba a cumplir 200 artículos en un periódico de nube digital, e iba a ser leída en él por casi seis mil personas a las que estaba tan agradecida y a las que tanto quería. Quién podría sentir por las calles sus pasos mullidos de tanta felicidad.
Su imaginación puso alas a un libro que no hacía más que volar en su cabeza.
Ahora sueña con que esa ave de alas blancas se pose por fin en el alféizar de su ventana.
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