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El libro de los niños perdidos
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El libro de los niños perdidos

Actualizado 07/02/2022 13:30
Charo Alonso

Ella se entrega al trabajo con minucia de miniaturista, constante cuidado sobre ese libro que ya es una reliquia; pergamino o papel por el que han pasado los siglos, el maltrato de tantas humedades, el olvido donde anidan insectos y mal cuido. Es la restauradora de libros, la artesana de sus páginas que crujen, sus lomos recosidos, sus cerraduras de metal, sus cantos dorados, sus cubiertas de un cuero que se resquebraja con el tiempo. Abren sus manos el secreto contenido en un volumen que solo leen sus ojos… porque está hecha a la grafía historiada, a la tinta secular, sangre y pluma, scriptorium donde se inclina tantas horas sacras a restaurar lo roto, unir lo perdido, trazar lo que el tiempo desdibuja… y durante su labor, el libro, la joya histórica, le pertenece, lo acuna, lo guarda, lo acaricia… y descubre entre sus páginas el dolor de lo perdido.

El libro de entradas de 1620, relación de los niños expósitos abandonados en la provincia, es un legajo olvidado que guarda entre sus páginas el dolor de la pobreza, la vergüenza del oprobio, la muerte de la madre, la desgarradura de la entrega. Niños que aparecían en el torno del convento, depositados bajo la pila de la iglesia, abandonados en los portales, anudados a las verjas de las ventanas, tirados en el dintel de las puertas. Niños arrebatados nada más separarse de la madre, envueltos en la secreta tela que se consignaba en los asientos donde cada criatura era anotada en la larga lista de la desdicha. Niños envueltos en indiana, en muselina, en estopa, en tafetán, en estambre, en “una sábana puerca”. Niños “mui pobrísimos”, entregados al capricho de la suerte, a las inclemencias de la calle, niños consignados, larga lista, letanía de seres que, aún arrecogidos, no llegaban al año… enfermos, mal alimentados, niños expósitos, niños que, en ocasiones, llegaban con una medallita, un jirón de pelo, alfileres para hilvanar su destino que, quizás más tarde, sirvieran para identificarles… madre atenta aún en el abandono.

Trabajando en el libro de la vida breve de los expósitos, a ella le duele cada nombre, cada asiento en el que se acuna al bebé abandonado con la mantilla de la falta, poniendo sobre su cuerpo caliente el resto del naufragio con el que buscarlo luego, cuando la suerte no sea tan esquiva. Niños abandonados, niños que se criarán en la miseria del precario cuidado, evitando la muerte, sorteando el abuso, llevando en el apellido ese “Expósito” que les marca un destino de penuria. Son los huérfanos de este libro de niños perdidos, consignados con mimo de escribano: hora del hallazgo, objetos que acompañan al infante que viene con el aviso de que tiene nombre o que aún, no ha sido bautizado. Niños de la pobreza que no puede con más bocas, niños de la vergüenza, niños que son un coro de silencios en este libro de expósitos, esta lista paupérrima, esta relación de males… y ella, con el mimo de una madre, les acuna a todos meciendo las cubiertas, cuidando las páginas, leyendo sus nombres, sus hallazgos, su vida breve, tan leve el peso sobre la tierra…

Restaurar la falta y el cariño, restaurar las páginas de un libro, recordar, vidas abandonadas, su paso por la tierra. Un paso que dejó la huella de un libro de tristezas. Abandono que ahora, conjura su tarea.

Fotografía: Katia Martín Polo.

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