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Familia: sí hay más de una
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Familia: sí hay más de una

Actualizado 07/02/2022 09:58
Concha Torres

En 1996, Fernando León de Aranoa debutó en el cine con “Familia” donde Juan Luis Galiardo encarnaba a un hombre que el día de su cincuenta y cinco cumpleaños, harto de verse solo, contrata a un grupo de actores para que finjan ser su familia durante un fin de semana; era una comedia brillante y bien contada sobre el paso del tiempo, la soledad y, claro está, la familia.

La he vuelto a ver hace unos días porque un acontecimiento triste me ha recordado que, además de la familia que nos trae al mundo, con la que compartimos varios cromosomas y alguna que otra pelea de sobremesa, hay otra familia posible que nos vamos apañando con los años. A esta segunda se suman personas con más o menos protagonismo a medida que nos hacemos mayores; personas que han estado cerca y nos han acompañado en el largo río de la vida, a veces tanto o más que la parentela consanguínea. Del modelo de familia fabricada con el tiempo, los expatriados podemos hablar largo y tendido: treinta años viviendo en una ciudad y un país que no son el tuyo son la causa de que todos tengamos, además de la de sangre, una familia de corazón.

Vale que uno se casa (incluso felizmente y con un lugareño) se instala, se hipoteca y a veces hasta se compra cuna y sepultura en el nuevo lugar de residencia; pero a los españoles, gregarios como somos, besucones hasta la fatiga y necesitados de mucha gente alrededor, esto no nos basta. Todos nos hacemos con una familia adquirida a la que no le falte su señora mayor que haga de abuela y a la que incluso tengamos que cuidar; su tía soltera cuidadora de nuestros niños, su tío raro y excéntrico que para lo de los niños también vale y una buena tropa de hermanos y hermanas (con sus correspondientes cuñados y cuñadas) que son esos amigos que han criado a sus hijos con los tuyos. Esos niños a los que recogías en días alternos del entrenamiento del fútbol cuando los horarios y la olimpiada de los padres trabajadores te asignaban turno; que te traían al tuyo a casa con su primera cogorza negando hasta la tortura que habían bebido y a los que a su vez tú interrogabas para saber cosas que los tuyos, como debe ser, te ocultaban. Niños que comenzaron a volar del nido, pero a los que tú sigues viendo como los niños que venía un sábado a tu casa, pijama en mano, a dormir poco y ver muchas películas de Marvel que te gustaban a ti más que a ellos. Esos niños que han sido más sobrinos que tus sobrinos propios a los que la lejanía kilométrica no te ha permitido frecuentar todo lo que hubieras querido. Hijos de esos padres a los que has casado, divorciado y a veces vuelto a casar; a los que has ayudado en mudanzas, montajes de muebles de IKEA y con los que has pasado varicelas, gastroenteritis y demás plagas que nos preocupaban antes hasta que llegó la madre de todas ellas.

Una familia a la que, contrariamente a la de Juan Luis Galiardo en la película, no has pagado y de la que recibes cariño y compañía a espuertas cuando tu propia familia se ha quedado a casi dos mil kilómetros y encima un maldito bicho lleva dos años impidiéndote verla todo lo que quieres. Esa familia es la que tenemos estos expatriados que somos, privilegiados muchos de nosotros, no lo pongo en duda. Pero privilegiados y todo, alimentados de morriña; y ausentes de cumpleaños, santos, bodas y funerales de nuestros seres queridos a los que vamos viendo envejecer mientras perdemos varias plumas en el intento, siempre infructuoso, de vivir en dos lugares a la vez.

Treinta años llevo en esta ciudad que le da título a la columna, y en ella disfruto de un preciado tesoro que en España llamo “amigos” pero que aquí recibe el título nobiliario de “familia”. Es familia adquirida, y disfrutada como una de esas hogazas del pan de Castilla que me hacen salivar solo con verlas en foto: está amasada con la harina del cariño y el fermento del tiempo, y se hornea ella sola a golpe de calor humano. Perder a uno de ellos, uno precisamente al que la alfombra roja de la vida todavía le reservaba varios metros sin desplegar, me ha parecido una puñalada trapera de esas que la vida, generosa como es en otros casos, es capaz de asestarnos.

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