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A favor de los cenizos
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A favor de los cenizos

Actualizado 10/01/2022 10:36
Concha Torres

Que lo sepan ustedes que me leen, porque los que me soportan ya lo saben: no espero nada de este año 22. Del que acabamos de pasar y padecer, esperaba vacunas con la esperanza infantil de quien cree en los Reyes Magos; llevo tres dosis en mi cuerpo y tengo el brazo preparado por si llega una cuarta, porque creo en la ciencia todavía más que en sus majestades de Oriente; y esperaba también cierto atisbo de normalidad, siendo lo suficientemente ingenua para creer que podría ser posible y lo suficientemente lúcida para ver que no. Ahora ha llegado el momento de dar las gracias al 2021 única y estrictamente por habernos traído los pinchazos salvadores y el resto, a olvidarlo cuanto antes.

Para esta cuesta de enero (que va a durar un trimestre por lo menos) quisiera reivindicar el derecho a ser pesimistas y pregonarlo, a sabiendas de que corro el riesgo de que me borren de sus listas de lectura, porque los pesimistas solemos caer mal en este mundo de realidad feliz, virtual y paralela donde Instagram tiene más credibilidad que el New York Times. Debería ser posible compartir la pena sin que te tachen de cenizo ni agorero; e insisto, simplemente compartirla, sin pedir que nadie te mande un corazoncito o te responda con un Emoji perruno o gatuno también con su correspondiente corazón rosa; y me cuesta entender que la gente pregone una alegría que, en esta realidad pandémica, viene como el pan en la posguerra: con cartilla de racionamiento; pero vuelta a lo mismo: como vivimos en una realidad virtual y nos ocultamos detrás de una pantalla, de un avatar y de un pseudónimo para las redes, la alegría vende más y mejor que la tristeza para el que quiera vender; y a los demás, como los contactos personales están restringidos porque este virus se ceba con los que se juntan, no nos queda más remedio que seguir viviendo virtualmente. Un círculo vicioso perfecto.

Este año nuevo que recibo con desconfianza y gesto torcido, debería ser el de reivindicar el pesimismo y reconocer que no podemos vivir en un Lerele permanente, que es lo que a todos nos gustaría; de hecho, esta maldita pandemia nos ha venido a anunciar que la fiesta continua en la que estábamos instalados desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, donde todo crecía (las ciudades, el PIB, y hasta los españolitos en su estatura media) no puede seguir, porque al planeta, como a cualquier ser vivo al que se engorda, se le revientan las costuras. Al que se inventó aquella gloriosa frase de “de esta salimos mejores” habría que perseguirlo y reclamarle daños y perjuicios morales, sobre todo quienes nos la creímos pensando que sería el momento de corregir los muchos errores cometidos por los humanos en estos años de glorioso crecimiento. Como estamos saliendo (y en gerundio, porque no hemos terminado) bastante peores si cabe, yo he vuelto terapéuticamente a mi lectura de pesimistas irredentos, como Saramago, de quien leo una frase magistral dentro de su no menos magistral Ensayo sobre la ceguera: “los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, los demás están encantados con lo que hay”. Claro que a mí, que no sólo escribo columnas quincenales, me gustaría tener miles de seguidores que repitieran mis frases como se repiten alegremente las de Benedetti, Kahlil Gibran o Gloria Fuertes; pero me temo que en estos momentos, y con esta declaración de intenciones que me acerca más a Unamuno, Sartre o el susodicho Saramago (quedándome a años luz de los tres, por supuesto) mi cuota de lectores corre el riesgo de reducirse considerablemente; los pesimistas somos invitados incómodos en esa verbena sin fin que algunos creen que es la vida.

Por cambiar un poco el panorama de alegrías injustificadas, deberíamos darle una oportunidad a todos esos cenizos que quieren cambiar el mundo, quizás habría que escucharlos con más atención que a todos los que nos dan sin parar recetas para alcanzar la felicidad, o que pregonan una felicidad que solo existe en mundos virtuales alimentados con la carne de las redes sociales en las que habitan; y que la felicidad de manual deje de ser una asignatura de obligado cumplimiento. Cuando nuestros mayores temían acabar abducidos por la televisión y nos la racionaban, quizás ya intuían lo que vendría después saliendo de esa u otras pantallas. Sean pesimistas y atrévanse a cambiar el mundo; en este año que empieza lo estamos necesitando. Pero mucho.

Concha Torres

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