... no debería ser una praxis reservada a unos días al termino del calendario, ya que entonces –como Sísifo– nos encontraremos cautivos al precipitarnos por el abismo de lo cíclico
El cambio de año, con sus rituales de celebración, constituye una expresión tangible del paso del tiempo. Una experiencia cuya repetición puede restar significado y transfigurar lo longitudinal en cíclico. A menudo, durante estos días hacemos balance y proyectamos propósitos –no siempre nuevos– para la añada que llega y le otorgamos un poder cuasi mágico a un simple cambio de dígito. Aprovechamos la fecha para lamentar errores, extraer aprendizajes, revivir momentos destacados y marcar un porvenir en el que suprimiremos algunas conductas indeseables o programaremos otras convenientes. De tal manera que nos ubicamos en los tiempos muertos del pasado, a partir de la retrospectiva, y del futuro, a través de la prospectiva. Un rasgo muy adulto, si consideramos que la exclusividad del presente se encuentra reservada a la infantilidad del niño. Por tanto, anclarnos a la experiencia sincrónica no sería una muestra de madurez, pero –al mismo tiempo– sacrificarnos a lo estático del pretérito y lo volátil del futuro puede extinguir nuestro vigor. Vivir el presente de manera consciente exige un esfuerzo constante, al requerir realzar la experiencia –como significación de un pasado reflexivo– y establecer lo ulterior como brújula, sin que el peso de la acción recaiga en tiempos exánimes.
El discurso expuesto nos sitúa en una realidad que huye de lo circular como dinámica vital y propugna una senda abierta en la que cada 365 días no se completa una vuelta. En esta tesitura, cualquier momento resulta adecuado para retomar la reflexión constante, efectuar balances y reestablecer propósitos. Muchos estándares sociales pueden arrastrarnos al pensamiento de lo cíclico, desde la celebración de festividades hasta nuestro anual rendimiento de cuentas con el fisco, por aludir a ejemplos evidentes. Los patrones de ordenación de la vida en comunidad no deben precipitarnos al eterno regreso y hacernos prisioneros, como Sísifo en el mito de Camus (Literatura Random House). La sociedad actual, con su acelerado ritmo e imposiciones dictatoriales, exige un gran esfuerzo para diferenciar el rito social (cíclico) del vital (longitudinal). La extinción, en las rutinas diarias, de los tiempos para la reflexión y el recogimiento interior resulta incuestionable. Vivimos acompañados de dispositivos que se cargan cualquier momento de abstracción, gracias a esos sonidos estridentes que llaman “notificación”, y en las agendas se suprimen hábitos que favorecen la introspección, como las prácticas religiosas en sus distintas expresiones. Incluso en las escuelas ya no hay lugar para el pensamiento, desplazado a espacios residuales por unas materias técnicas dirigidas al mercado laboral y a la capitalización de la educación. Por no hablar de la profesionalización del tiempo de ocio, que ha redirigido las aficiones del rol de pasatiempos al de consumidoras insolentes de recursos.
En definitiva, el fin de un año puede ser un excelente momento para examinar nuestras vidas, depositando siempre la carga de la acción en el presente, pero no me parece mejor que otro cualquier día y –por supuesto– no debería ser una praxis reservada a unos días al termino del calendario, ya que entonces –como Sísifo– nos encontraremos cautivos al precipitarnos por el abismo de lo cíclico.
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