Estas navidades están siendo las más atípicas que hemos vivido en muchos años (si exceptuamos los pocos ya que vivieron alguna guerra del siglo XX). Lo que en el plano de la biología, y en el de la epidemiología, es una verdad incuestionable preferir estar solo que mal acompañado (si el aislamiento evita el contagio de la Covid19 en las distintas variantes) en el plano psicológico, este refrán español, en numerosas circunstancias, también tiene todo su sentido.
La gran mayoría hemos sido testigos estos días de Navidad de cómo familias enteras han tenido que confinarse en la soledad, al haber sido contagiado alguno de sus miembros. Suponemos que como está pasando en España está pasando en numerosos países de todo el mundo.
Pero a esta búsqueda de soledad para evitar el contagio epidémico, se le ha sumado este año la fragmentación de grupos y familias no solo como medida preventiva de la expansión de la pandemia, sino porque está calando en nuestras mentes el mensaje poco navideño de que cuanto menor sea el grupo que se reúna para celebrar las fiestas, mejor para la sanidad.
Hasta ahora, en nuestra civilización, vivir en soledad ha sido sinónimo de tristeza, situación de riesgo o añoranza de compañía. La dureza de las condiciones sociales y económicas en las que vivimos, con una convivencia marcada con frecuencia con las confrontaciones y las tensiones, ha hecho que nos acordemos del refrán español “Más vale estar solo…” Exceptuando a los niños y jóvenes, los adultos pueden vivir una soledad si no con sentimientos de alegría, sí con sentimientos de paz, serenidad, aunque éstos estén condimentados de añoranzas infantiles o amorosas perdidas. No es tan trágica la soledad de un adulto sano (que esté libre de trastornos mentales graves o leves). A esa edad la persona adulta tiene un bagaje emocional y material suficiente para saberse cuidar razonablemente.
En estos días una pareja puede decidir dividirse yéndose uno al norte y otro al sur. O una abuela o abuelo puede rehusar la compañía impuesta por los hijos y/o nietos, sin necesidad de hablar de abandono, o masoquismo, o desinterés por los demás. El individualismo exacerbado de nuestra sociedad desde hace muchas décadas ha dado lugar, casi a la fuerza, a que valoremos, o al menos no vivamos trágicamente, una soledad coyuntural, que puede ser vivida como liberadora.
Me contaba el otro día un familiar de estos que a causa de la pandemia se ha visto obligado a vivir solo las navidades, el menú que tenía preparado para su cena de Nochebuena: me describía el primer, el segundo, el tercer plato…con un placer anticipado que desde luego negaba en él la existencia de cualquier sentimiento depresivo o de añoranza del semejante.
En mi experiencia de psicólogo clínico he visto muchos hijos de familias numerosas decidir vivir y disfrutar repetidas veces de situaciones de soledad en su etapa adulta, de tal modo que parecía claro que su experiencia vivida de hijo de familia numerosa no había sido demasiado placentera. Su sentido común (o egoísmo, quizás, desde otra perspectiva) le había empujado a valorar o sobrevalorar las ventajas de la soledad.
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