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El barrendero de noche
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El barrendero de noche

Actualizado 14/01/2022 12:33
María Jesús Sánchez Oliva

Cuento de Navidad

Todos tenemos un sueño. El sueño de Bruno, el barrendero de noche, era ser rico. Tampoco es que fuera un sueño muy original, ser rico es algo que sueñan hasta los ricos, lo sorprendente era que Bruno vivía convencido de que aquel sueño era la vara mágica que realizaba todos los sueños. Para conseguirlo todos los años se compraba un décimo de la lotería de Navidad con las monedas que encontraba barriendo. Aquel año, como cada 22 de diciembre, al llegar a casa de madrugada conectó la radio y, en lugar de acostarse a descansar, se sentó a esperar a que saliera el gordo y lo librara para siempre de la escoba, de las noches en vela, del uniforme fosforito, de la basura de los demás. Aquel año el gordo salió muy temprano. “¡33.136!”, cantaron Los Niños de San Ildefonso. Bruno repasó los números de su décimo. 45.908. No había acertado ni uno. “¡Para África!”, dijo mientras rompía el décimo, que fue donde lo mandaron a la mili, donde mandaban a los soldados que no tenían recomendación, y se metió en la cama más cabreado que nunca, además de otra oportunidad, había perdido varias horas de ilusión. Se levantó cuando su mujer se acostaba, él, a trabajar, ella, a descansar. Ya en la calle hacía frío, mucho frío. Las luces navideñas le guiñaron en rojo, en amarillo, en verde, pero él, con las gafas del mal humor, todo lo veía gris. Haciendo un esfuerzo cogió la escoba y el carro y empezó a barrer calle por calle. Le molestaban los árboles navideños, los belenes, las alfombras que cubrían las aceras y para colmo un mendigo durmiendo en la que cubría la puerta de una pastelería.

—¡Maldito seas! ¡Vamos, larga de aquí! —dijo mientras lo despertaba a escobazos— ¿No ves que tengo que barrer?

El mendigo salió de sus cartones sin abrir los ojos, con la parsimonia que el caracol sale de la concha. Olía a frío, a hambre, a escobazos. Atada a la muñeca llevaba una bolsa de tela. Con los ásperos dedos de la otra mano hurgó entre los frunces que cerraban la boca de la bolsa hasta conseguir que el cordón cediera y pudiera meter la mano en su interior. Por fin lo consiguió.

—Déjame esta noche, sólo esta noche. Mañana yo también tendré un techo —dijo mientras le mostraba un décimo de lotería—. Me ha tocado el gordo. ¡Mira!

A Bruno se le iluminaron los ojos. 33.136. El número que habían cantado Los Niños de San Ildefonso, el gordo de aquel año, la realidad del sueño de su vida, del único sueño capaz de realizar todos los sueños. Se alejó sin responderle, con los colores de la envidia despuntando en su cara. Barrió una plaza y la escoba se detuvo ante un montón de basura que le amenazó con desmoronarse si no lo metía en el carro y antes de que el aire le ayudara a cumplir sus amenazas se fue a buscarlo. A la luz de la farola más próxima vio al mendigo dormido, con el brazo sobre el embozo de cartones y la bolsa atada a la muñeca. Fue a coger el carro pero el silencio lo detuvo.

—¿Por qué no le quitas el décimo de lotería? Es tu gran oportunidad y ahora todos los ojos están cerrados.

Se dirigió hacia él sin hacer ruido pero la luna lo detuvo.

—¿No te da vergüenza robarle a un mendigo? Tú no eres rico pero tienes una escoba que te permite comer tres veces al día y dormir en una cama caliente.

Retrocedió unos pasos y cogió el carro, pero el carro se negó a seguirle.

—Eres el más tonto de todos los barrenderos que he conocido. Te pasas el año rebuscando monedas para comprar un décimo que entre tantos números no puede salir del bombo y ahora que te encuentras uno del gordo y de balde lo desprecias. ¡Vamos, quítaselo y lárgate, que te mancho!

Bruno reflexionó. Si desobedecer era pecado, tenía que obedecer. Cuando volvió donde el mendigo, el mendigo seguía durmiendo. Se acercó a él sin respirar. Para no tocarle el brazo clavó su navaja en la bolsa. De la herida salieron todos los enseres del mendigo: la fotografía de una niña manchada de besos, unas cáscaras de fruta, un paquete de cigarrillos, una bolsa de plástico llena de papeles y el décimo del gordo, el décimo del mendigo, el suyo. Con él en el bolsillo se alejó de puntillas para no hacer ruido. Al doblar la esquina aceleró el paso. Cuando pasó junto a la escoba, la escoba lo detuvo con un ris ras.

—Los mendigos son pobres pero no tontos. ¿Y si te denuncia?

Bruno explotó en carcajadas antes de reanudar la carrera.

—Que me denuncie. La lotería, como el dinero, no tiene señal; además, es tan difícil creer que un mendigo compre lotería como que un barrendero se la robe.

Cuando entraba en casa su mujer salía para irse al restaurante donde cocinaba desayunos, comidas y cenas.

—Se acabó eso de que tu salgas de casa cuando yo vengo y vuelvas cuando yo me voy. A partir de hoy vamos a vivir como personas, es decir, como ricos, porque somos ricos, me ha tocado el gordo. ¡Mira!

Su mujer miró el décimo y los cinco números se le clavaron en el corazón como cinco puñales.

—¡Ricos, pero si somos ricos! —dijo y con un gesto que Bruno nunca supo si era de risa o de llanto ¡pumba!, cayó al suelo desmayada, con los ojos vueltos, la boca torcida y el brazo rodeándole el corazón como para que no se le escapara del pecho.

Bruno se asustó tanto que guardó el décimo debajo del teléfono y marcó el número del servicio de urgencias. Cuando llegó el doctor sólo pudo firmar su fallecimiento: había sufrido un infarto. Antes de llamar a sus parientes para darles la noticia, llamó a la funeraria y encargó un entierro de lujo para su mujer. Los empleados se extrañaron de que en una casa tan normal se les demandara un servicio tan especial. Bruno despejó sus dudas.

—Me ha tocado el gordo y quiero que viva tan rica en el cielo como pobre vivió en la tierra.

Y ni le pidieron un dinero por adelantado, ni que firmara la deuda: los ricos eran gente de fiar.

Aquella tarde la ciudad se paralizó para ver un entierro como nunca se había visto en el lugar. El cadáver había sido peinado, maquillado y vestido como para ir de boda; yacía en una ataúd de madera con herrajes de oro y de plata y acolchado de seda; tras una misa cantada por el obispo y los curas de la catedral fue conducido en una carroza hasta el camposanto; abría el cortejo un haz de coronas de todas las flores, y lo cerraba una banda de música. Aquella noche Bruno no pudo dormir de alegría. Seguro que su esposa era la más guapa del cementerio. Imaginaba la cara de envidia que habrían puesto todos los difuntos al verla llegar en carroza, con flores, con música. Al levantarse recordó que era el día de Nochebuena y la tristeza tamborileó con los nudillos en su corazón, pero Bruno, sin abrirle la puerta, la despidió, era rico y para los ricos todas las noches eran buenas. Salió a la calle con el décimo en el bolsillo. Cuando llegó a la administración el gerente acababa de abrir y al verlo se metió tras el mostrador.

—Vengo a cobrar este décimo del gordo, —dijo nervioso, impaciente.

El gerente se colocó las gafas y examinó los números uno a uno.

—¡Enhorabuena!

Bruno sonrió. Nunca lo habían tratado con tanta amabilidad. El gerente siguió comprobando datos y de repente la alegría desapareció de su rostro para cederle el sitio a la burla.

—Lo siento. Hoy es Nochebuena, no los Santos Inocentes. Y mucho me temo que ni ese día encontrará usted quien le pague este décimo, el número sí es el del gordo de este año, pero el décimo tiene fecha de hace tres años. ¡Mire!

Bruno clavó los ojos en el décimo y ¡pumba!, cayó al suelo desmayado, con los ojos vueltos, con la boca torcida, y con el brazo sujetándose el corazón para que no se le escapara. Llegaron los servicios de urgencia. El doctor sólo pudo firmar su fallecimiento: había sufrido un infarto. A falta de funeraria que se hiciera cargo del cadáver, tuvo que ser enterrado por los servicios sociales del ayuntamiento. Al atardecer de aquel día, los dos empleados que estaban de guardia, cogieron la caja sin pintar y lo condujeron al cementerio donde el enterrador los esperaba para darle sepultura sin flores, sin oraciones, sin lágrimas y marcharse a cenar con los suyos.

Caían las palas de tierra sobre el cuerpo del barrendero cuando un mendigo entró en la comisaría de guardia. El policía que estaba de servicio levantó los ojos del periódico y frunció el ceño. “Lo que faltaba para rematar la noche, sin cenar en familia y un mendigo. ¿Qué tripa se le habrá roto?”

—Vengo a poner una denuncia —dijo el mendigo mientras sacaba de una bolsa de tela otra de plástico llena de papeles—. Me han roto con una navaja esta bolsa mientras dormía y me han robado un décimo de lotería que no estaba premiado. Creo que fue el barrendero, hace dos noches, mientras dormía, pero desde que me desperté lo llevo buscando y parece que se lo ha tragado la tierra.

El policía estuvo a punto de echarlo a patadas, como se echaba a diario a los mendigos de aquella comisaría, los mendigos nunca eran víctimas, siempre eran sospechosos, pero era el día de Nochebuena y había que ser buenos con los demás. Volvió los ojos al periódico. “El barrendero de noche murió de un infarto al descubrir que el décimo del gordo que fue a cobrar no era de este año”. Levantó el teléfono y llamó al gerente de la administración. Cuando colgó el teléfono se dirigió al mendigo.

—He localizado el décimo. Mañana puedes venir a buscarlo, pero antes, dime, ¿para qué lo quieres?

—Para comer mañana que es Navidad, —dijo el mendigo.

—No me tomes el pelo que no quiero trabajar esta noche. Por este décimo sólo te pueden dar un palo si te pones pesado. ¿Qué piensas hacer con él?

—Nada malo –dijo el mendigo—. Lo que hago todos los años. Para eso me guardo los décimos que tira la gente después del sorteo. —abrió la bolsa de plástico y el policía metió las narices para comprobar que eran décimos no premiados— La víspera de Navidad busco entre los números el número del gordo y si lo encuentro ese día me voy a un restaurante, enseño el décimo y pido de comer fiado hasta que lo cobre, y como en cuanto ven el número, se olvidan de mirar la fecha, me sientan en un comedor aparte, me sirven todo lo que pido, y antes de vaciar la copa, me la vuelven a llenar de vino. No crea que lo hacen para que coma y beba el día de Navidad, lo hacen para emborracharme y robarme el gordo después, pero como ya he comido, nunca los denuncio. Este año he tenido que denunciarlo porque el barrendero de noche tenía tanta prisa por hacerse rico que me lo mangó con el estómago vacío y no quiero quedarme sin comer mañana.

Y al día siguiente, el policía, con el décimo denunciado, le entregó los quince que a él no le habían tocado y sintió vergüenza: la torpeza del mendigo transformaría en pan el dinero que su inteligencia había transformado en basura.

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