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Navidades, año II
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Navidades, año II

Actualizado 27/12/2021 08:37
Concha Torres

Aunque lo neguemos, los seres humanos somos rutinarios. Nos gusta volver a los sitios donde somos o hemos sido felices, veranear en las mismas playas, celebrar acontecimientos repetidos con las mismas personas y comer o beber lo mismo según en qué fechas. Luego lo disimulamos invocando originalidad o espíritu aventurero viajando a lugares exóticos o tiñéndonos el pelo de colores; pero la rutina, ese mantra de tranquilidad en esto tan complicado de vivir, casi siempre le gana la partida al sobresalto.

La Navidad es rutinaria como la que más, y llega cada año puntual con ciertas rutinas (y valga la redundancia) propias que a unos agradan y a otros espantan, independientemente de cómo nos encontremos y las pocas o muchas ganas que tengamos de celebrarla; ella no entiende de estados de ánimo y bastante poco de partes de guerra o crisis sanitarias; es uno de esos momentos que mi padre, en su inmensa sabiduría de castellano viejo definía como “siempre que sucede igual, ocurre lo mismo”.

Escribo estas líneas la víspera del 22 de diciembre, día de la Lotería; y cuando era escolar, primer día de las vacaciones. Después venía el 24, día de cenar lombarda y besugo y de abrir la primera tableta de turrón, momento ansiado por los golosos de la casa entre los que nunca estuve; y de ahí en adelante a esperar a los Reyes Magos y al Roscón, otro intocable antes de fecha fija. Años después, el 22 se convirtió en el día de cerrar maletas que transportaban foie-gras, chocolate y juguetes ocultos que, no se sabía cómo, pero Papá Noel los depositaba en Salamanca aunque vinieran con las instrucciones en francés; también solía ser un día de huelga de los controladores franceses o de los pilotos de Iberia, a quienes maldecíamos sin piedad por complicarnos gratis la vuelta a casa. El 24 era el día del café torero con los amigos de siempre, del que llegábamos reventados de comer (y beber) a la cena de Nochebuena que ya había abandonado esa cosa viejuna llamada lombarda a favor de otros entrantes más sofisticados; a los Reyes llegábamos ahítos de Roscón porque, por razones laborales que nos obligaban muchos años a estar de vuelta antes del seis de enero por estas latitudes nórdicas, lo comíamos preventivamente.

La rutina navideña ya solo tiene de rutina que el 24 es Nochebuena y el 25 es Navidad, porque el resto ha saltado por los aires; el año pasado de forma novedosa y este año II de la plaga, de forma abrupta y avanzando en el alfabeto griego hasta Omicron, que no será la última letra que se aprendan nuestros jóvenes ahora que ya no aprenden griego. Como somos como somos, intentamos hacer como que no pasa nada y los más audaces incluso pretenden juntarse de veinte en veinte con el objetivo de terminar con los mayores de cada casa; que luego resulta que como pasaron una posguerra y comieron pan y chorizo alguna que otra Navidad, han salido fuertes como robles y son los jóvenes los que acaban conectados al tubo en la UCI. Los viajes han vuelto a ser rutina como si el mundo se hubiera parado en diciembre del 2019 y lo hubiéramos retomado ahí…Sin pasar lo que llevamos pasado.

En esta víspera del día de la lotería que no me va a tocar y de una tarde que en mi ventana se ha hecho de noche a las cuatro y media, estoy echando de menos hasta las calles de mi ciudad a ritmo del dichoso burrito sabanero, el amigo invisible, los langostinos congelados (que son congelados y se les nota por mucho que nos insista el Mercadona en lo contrario) y el turrón que ni siquiera me gusta. A la vez, me empiezan a llegar desde España las noticias de parientes y amigos contagiados y enfermos, como un gota a gota no deseado de noticias agridulces, y me digo que frente a este ordenador en el que me desfogo llenando la pantalla de palabras a falta de maletas, con el calor de mi familia (la que es mía de mí para abajo) y con la compañía de un buen jamón salmantino que ha llegado por mensajería y de unas ostras que he aprendido a abrir yo solita estudiando vídeos y masacrando unas cuantas, voy a estar como una reina. Porque siempre que sucede igual, ocurre lo mismo, y en el año II de la plaga vamos a padecer una Navidad de medio pelo como en el año I. Pero estamos vivos y no hambrientos, que parece que, para los abonados a la rutina inquebrantable, eso no cuenta. Feliz año nuevo, que será el año III de la plaga, mejor ir haciéndose a la idea.

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