Encarnación. “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”. Lo escribe San Juan de la Cruz en sus Dichos de luz y amor. Perdón por atreverme a escribir debajo.
El Nombre ante el que doblo mi rodilla
es un santo y dulce sustantivo
que sale de su boca, que está vivo,
que viene de lo alto, que se humilla,
que asume un establo por capilla,
que en la carne humana está cautivo,
del Cielo llega, de Belén nativo
el Verbo que dispersa su semilla.
En silencio, su eco se propaga,
adverbio temporal de eternidad,
copulativa conjunción de amor
enciende ahora lo que el mundo apaga:
la verdadera luz de Navidad
fue prendida en los labios del Creador.
Nacimiento. “Sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (Lucas 2, 6-7).
José sostiene una tenue luz cuando María arropa la desnudez recién nacida de quien habrá de morir desnudo en una cruz. Acaso piensa él en la cuna que quedó allí, en el taller de Nazaret, preparada como estaba para el día del nacimiento; acaso recuerda ella las ropas que tejió para el niño, y que tampoco pudo acarrear en el apurado viaje hacia Belén. Ni una triste posada se les ha abierto: el pesebre donde comen las bestias y unos pobres pañales son todos los lujos para Jesús. Cada año, por estas fechas, admitimos que podemos haberlo olvidado, que celebramos ignorando esa humildad primera, y apelamos a una Navidad más fiel al hecho histórico que la motiva. Pero esa confesión, entre avergonzada e impotente, puede ser una tradición más, y nos cuesta predicar con el ejemplo. Quizá vivirla en aislamiento, en enfermedad, en incertidumbre, como le ocurre a millones de personas cada año por otra parte, y este año a cientos de miles de familias españolas y de todo el mundo, sea ocasión para reintentarlo, un paso providente de la Gracia de Dios por nuestras vidas.
Adoración. “Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mateo 2, 10-11).
Enseña la Iglesia en el Catecismo que “la adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo”. Esta adoración de los magos es fruto de la búsqueda de la verdad, de la sabiduría puesta al servicio del bien, de la alegría del que ha tenido la valentía de ponerse en camino. No tuvieron que preguntar más, se postraron. No dudaron, se dieron, y como símbolos de gratitud dejaron unos presentes que sorprenden allí donde los pastores, los primeros que acudieron, llevarían otros obsequios más modestos pero igualmente significativos. Como se canta en el villancico popular, “pastores y reyes viénenle a adorar, antes de las doce a Belén llegar”. Dios se manifiesta al mundo entero, y lo hace como Niño al que se adora en el pesebre, como se le adora en su Cruz redentora, y en el Pan vivo de la Eucaristía.
Huida. “El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, y se fue a Egipto” (Mateo 2, 13-14).
Al cabo, después de tanta dicha, de tanto gozo ensalzado, de tanta Navidad reluciente, el dolor para María y José. Perseguido el Niño, son familia en escapada, guiados por la mano amorosa del Padre, que envía a su ángel, protege y ampara. De Egipto lo llamará luego, cuando pasen los malos tiempos y la Historia de la Salvación haya de seguir su curso en la tierra de las promesas. Si hubo años ocultos, de hogar y trabajo, de silencio y discreción, también los hubo de itinerancia, de peregrinación, de apertura por completo a lo que tuviera que pasar y confianza en los planes de Dios. Levantarse en medio de la noche y ponerse en camino, como aquel “¡Levantaos!, ¡Vamos!” en el huerto de Getsemaní, que resuena continuamente a lo largo del tiempo como palabra definitiva que “habla siempre en eterno silencio, y que en silencio ha de ser oída del alma”.
Desde el aislamiento, desde la enfermedad compartida en familia, desde nuestra incertidumbre vivida con esperanza, sí sé de Quien hablo cuando digo… ¡Santa y Feliz Navidad!
Imágenes del patrimonio de la Cofradía de la Vera Cruz de Salamanca: sacra “In principio erat verbum”, que sale en la procesión del Lunes Santo, y escenas de la Natividad, la Epifanía y la Huida a Egipto en el delicioso frontal de altar de su capilla.
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