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En el juego de las mutilaciones
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En el juego de las mutilaciones

Actualizado 08/11/2021

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Tú creías que el hospicio también era una cárcel pues estaba contiguo a una, al fin y al cabo estabas encerrado, tenías que cumplir órdenes y eventualmente recibías alguna paliza o una visita incómoda. Desde el primer día supiste que tenías que huir de ahí, te diste a la tarea de apartarte de todos, de ser cada día más invisible, más tú, así resultaría fácil quebrar esos muros. Cada mañana salías al patio y estudiabas las rejas, escuchabas atentamente el sonido de los coches mientras secretamente se armaba tu plan.

En aquel momento pensaste que comunicarte con los presos sería una buena idea, una manera poco sospechosa de acercarte al objetivo pero estabas equivocado, del otro lado de los muros solo escuchaste aquella frase con enojo. Tú no eras huérfano, tú no eras marrano, no habías cometido ningún crimen solo estabas allí por ser pobre y esa era al parecer la peor de las cargas, porque ni siquiera era tuya. Desististe pronto del no diálogo, solo eran frases difusas de un lado a otro. ¡Huérfano! otra vez, ¡ladrón! ¡asesino! ¡presidiario! ¡si salgo de aquí te mato!

También hiciste amigos o algo remotamente parecido. Los mellizos eran entre todos los más corpulentos, generaban cierto respeto y te acogieron rápidamente por tu aspecto inofensivo. Ellos disfrutaban del hospicio, eran como jefes y no sospechaban que solo anhelabas escapar, sino te habrían molido a puñetazos como hacían con todos, uno menos allí significaba menos poder para ellos.

Los guardas y maestros te tacharon de incorregible, no te interesaba aprender ni integrarte, tu única opción era largarte. Tampoco escuchabas la misa del domingo ni rezabas, el cura siempre te perseguía para que entraras a la capilla pero te resistías y buscabas un escondite. Dentro de tu propio encierro creaste sitios mínimos de libertad: el espacio debajo de tu cama, el trastero abarrotado de objetos viejos e inservibles, el patio detrás de la cocina.

Para ti resultaban peores los días de visita, todos deseaban ansiosos que vinieran los familiares con algo de comida o algún regalo, mientras jugabas a retrasar ese momento. Tu madre se acercaba con su caminar aletargado y su hábito negro, se sentaba a tu lado, no hablaban, ella también padecía su propia cárcel. Sentado junto a ella, mirabas al resto de los visitantes, la madre de los mellizos era la única que no vestía de gris, llevaba un vistoso abrigo rojo y traía los mejores regalos. Chocolates, bocadillos de jamón, caramelos con envoltorios dorados. Todos la observaban con recelo porque era prostituta pero tú no lo hacías, también querías recibir caramelos, sellos, cromos, durante mucho tiempo solo deseaste ser un hijo de puta.

Llegó el día de tu libertad, ninguno de tus planes de fuga se materializó, te soltaron ellos como a un animal cuando le quitan las cadenas. Paradójicamente te comportaste como un prófugo, huiste de allí, de la casa del pueblo, de la ciudad, del país. Tus ojos líquidos se llenaron de agua de mar y montaña y fuente de ciudad.

Sigues huyendo, ahora de ti mismo, de quedarte quieto y morirte antes de morir. En tu carrera a veces vas en círculos y retornas; el hospicio ya no existe, la cárcel dejó de ser. El camino a la verja de la entrada se convirtió en una calle amplia, empedrada y aburrida; cuando logras parar y callar escuchas las voces, regresas contra tu propia voluntad. El niño es ahora un fantasma, el hombre, apenas una sombra.

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El desarraigo, la impermanencia y la vieja máxima de que "no todo es lo que parece", han sido algunas de las constantes de la obra de Mona Hautum (Beirut, 1952). Nacida en el Líbano y de ascendencia palestina, experimentó por sí misma las situaciones límites que producen los conflictos bélicos, pues en una breve estancia en Londres estalló la guerra civil en su país, de ahí que tuviera que instalarse en la capital inglesa. Pero solo en apariencia, ya que la artista y su obra se nutren del contexto, de ahí que Hautum prefiera viajar a los espacios donde será emplazado su trabajo, estudiarlos y acecharlos.

Una mujer de religión cristiana, educada en una cultura árabe y predominantemente musulmana conoce muy bien el tema de las limitaciones, de los espacios prohibidos y de esos resortes que frenan y modulan el comportamiento. El mundo femenino dentro del mundo árabe es otro de los tópicos que esta creadora estudia con especial interés, lo que la lleva a analizar también las restricciones espaciales; el poder que se ejerce sobre el individuo al frenar su movilidad, al poner barreras a su libertad natural. Los sitios asfixiantes, las jaulas y la sensación de encierro sin posibilidad de escapar son algunas de las exploraciones que realiza en obras como Hot spot, Homebound, Bunker y Huis Clos; esta última ubicada de manera permanente en el DA2, centro de arte contemporáneo de Salamanca.

Si bien una cárcel tiene como objetivos privar por tiempo limitado o permanentemente a los hombres de su libertad, como un castigo modélico de acuerdo a su falta, de manera que individuos disímiles permanezcan en comunidad para posteriormente darse a la bucólica tarea de reinsertarlos y devolverlos a la sociedad como mejores personas; un museo de arte contemporáneo persigue justo lo contrario, pues en su base yace la idea de socializar. Sin dudas, estas alternancias fueron analizadas por Mona Hautum cuando visitó en DA2, antigua cárcel que estuvo operativa hasta 1995, y que en el año 2002 fue reformulada en sala de exposiciones.

La artista, una maestra de las asociaciones, encontró en esta alternancia de los espacios la inspiración de su pieza Huis Clos, título que puede traducirse como "a puerta cerrada". La obra, con una visualidad minimalista muy propia de su creadora, ha sido realizada con las antiguas puertas de la cárcel, unificadas y convertidas en una única puerta giratoria nos propone un recorrido que no conduce a ninguna parte, de ahí el guiño hacia lo absurdo que nos hace desde su propio rótulo, pues Huis Clos es también el nombre de una obra teatral de Samuel Beckett, un escritor que estetizó lo incoherente, lo inadmisible y lo aparentemente ilógico.

Un recorrido agónico, que siempre nos devuelve al punto de partida, pero que nos hace experimentar el encierro brevemente al alterar la funcionalidad de la puerta que nos limita y a su vez nos abre el paso. Mona Hautum, quien siempre ha gustado de dialogar con el receptor de peculiares formas, busca que sensitivamente conectemos desde la vista, desde el tacto con la frialdad y la claustrofobia del espacio cerrado. El resultado obtenido es alejarnos por un instante de nuestra zona de confort, de nuestras certezas y cuestionarnos sobre nuestra propia libertad, sobre esa cualidad visceral y liberadora del arte.

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