Leo en algún sitio acerca de la importancia de abordar en la niñez la inteligencia emocional, una capacitación que debería incluirse en los planes de estudio. En otro momento escucho algo sobre la función de las neuronas espejo a la hora de desarrollar la empatía. Todo eso cobra relieve cuando un amigo me habla de una grave enfermedad que sufre su padre y de las dificultades que tiene para ponerse en su lugar, para entender cabalmente su estado de ánimo y sopesar las diferentes alternativas que confronta según escucha los diagnósticos que recibe. Entender el dolor ajeno es, sin duda alguna, una de las falencias que tenemos los seres humanos. No es solo una cuestión de racionalizar el proceso por el que pasa la otra persona, se trata de trazar un puente por el que el ensimismamiento en que se encuentra pueda quebrarse para introducir en el hueco abierto un hálito de solidaridad, una pulsión de mera compañía.
Pero a veces expandir el sufrimiento resulta una tarea que mucha gente no desea asumir, bien sean quienes lo soportan o quienes lo sobrellevan por un gesto de compañía. La soledad presupone un estado gracias al cual el sujeto es posible que llegue a pensar que es el único que sufre omitiendo que el vacío o el silencio pueden ser igualmente desgarradores para quienes anhelan una respuesta. Propagar el sufrimiento, por su parte, contribuye a hacer de la dolencia el eje de la convivencia, la agenda diaria de la razón de vivir, o, en el lado opuesto, a banalizarlo siguiendo el síndrome del enfermo imaginario. Por todo ello, mi amigo pasa de un estado al otro y yo cabalgo errante en sus cuitas, a veces sin entender bien lo que pasa y otras ensordecido por el ruido doloroso del relato. Mientras tanto algo bulle en mi interior que remueve un pasado lejano que ahora regurgita ante la frase leída por azar que da título a esta columna del premio nobel de medicina en 2019.
Resulta que quienes padecían de cáncer hace cuarenta años recibían un tratamiento de esa guisa ya que se usaban fármacos recién descubiertos con una alta capacidad para matar o inhibir las células cancerosas en placas de laboratorios, pero no había un conocimiento real de los entresijos moleculares de esos tumores ni se sabían qué genes estaban alterados; entonces se actuaba como elefante en cacharrería. Aquella mujer, mi madre, nunca lo supo, aunque quizá lo intuyó. Su sufrimiento se fue apagando como su cuerpo grácil hasta la extenuación. Quienes estábamos a su lado no veíamos al martillo operando en el televisor algo que si bien nos habría sorprendido no habría mitigado la fatalidad asumida. El premio nobel subraya que hoy hay nuevos fármacos prometedores contra la enfermedad al albur del genoma humano cuyo primer borrador se publicó hace veinte años. Con lágrimas en los ojos mi amigo escucha mi relato mientras, callado, arrimo el hombro para paliar su desconsuelo que tan bien conozco.
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