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Una mañana
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Una mañana

Actualizado 22/10/2021
Mercedes Sánchez

Una mañana se levantó e inició todas sus rutinas, como cada día. Era una persona de costumbres y hábitos muy arraigados, aprendidos desde la infancia. Esa mentalidad metódica le había ayudado, inculcada desde tierna edad, a aprovechar el tiempo para sacarle el mayor partido posible.

Por fin estrenó su paseo diario, del que disfrutaba, sin tener un destino concreto, tomándose un momento de reflexión y descanso a la vez, hasta la hora de recoger a sus nietos en el colegio. Era este un espacio propio para saborear las delicias de aquel cálido otoño. Le gustaba ver la incipiente desnudez de las copas de los árboles, el plácido fluir de las aguas del río, la muda en el colorido del paisaje, la charla alborotada de las aves comunicándose entre ellas? La vida, pensó. Un apacible lugar en el que crecer y desarrollarse.

Volviendo hacia el recorrido rutinario, dejó sitio en la acera a una persona de más edad. En ese momento, al bajar el bordillo y encaminarse hacia el paso de cebra, explotó uno de los coches aparcados al final de la calle; el ruido fue tan ensordecedor que le dejó aturdido, confuso, desequilibrado, y tampoco veía debido a la espesa nube de polvo y humo que tenía delante, a los cascotes que retumbaban en el asfalto cayendo desde las alturas y dejando sin muros las viviendas próximas al incidente. Se sucedió un crepitar en las ventanas por la rotura de los cristales, sumándose rápidamente el sonido de las sirenas, que empezaron a chillar con su sobrecogedor aullido, y continuaba el tremor producido, iniciándose un terrible zumbido de oídos, mientras la tupida manta blanca que lo hacía todo invisible comenzó a ser niebla que en algunos lugares se disipaba y dejaba ver un rosario de coches destrozados, farolas volcadas, restos humanos esparcidos, policías bajando aceleradamente de sus vehículos acordonando la zona de la barbarie, sanitarios con camillas prestando primeros auxilios a las personas que tenían un hálito de vida, crujidos de ramas de árboles como huesos rotos, personal experto valorando globalmente los daños y priorizando intervenciones, zapatos desparejados por el suelo, objetos personales desperdigados, vendajes blancos que pronto se volvían rojos, fotos de hijos y de padres que habían volado de carteras que ya no estaban pegadas al corazón, personas paralizadas por el estruendo con la mirada en el olvido, miembros amputados por la explosión, papeles y documentos que viajaban por el aire, trozos de ropa, sangre derramada y esparcida, añicos de juguetes, dolor, gritos de dolor, quejidos desgarradores, estupor, llaves de hogares perdidos por el suelo, un profundo hedor a goma quemada, relojes parados al instante en muñecas que nunca volverían a latir, cuadros que dejaron de estar colgados en paredes elegidas que ya no quedaban en pie como no volverían a estar erguidos sus dueños, olor a muerte, a muerte y dolor, ropa hecha girones igual que la vida de los familiares perdidos o de los que los perdieron, igual que los ojos que no pudieron ni reconocer a sus seres queridos tan destrozados.

De repente, aquella estridencia, qué la producía? Recobraba su oído. Helicópteros sobrevolando le hicieron mirar al cielo, y lo descubrió tan limpio, sin venas explotadas, sin rostros sangrantes, que empezó a preguntarse por qué, bajo qué nombre o idea, con qué pretexto, con qué mentes y manos inhumanas se realiza tal atrocidad. Incomprensible para una persona de PAZ.

Entre aquel estupor, comenzó a reaccionar y a pensar en sus nietos, en sus seres queridos, si los volvería a ver, qué habría sido de ellos, y el corazón empezó a galopar con estrépito notando cada latido con fuerza inigualable en cada una de sus arterias, mientras un temor ahogaba su garganta y le dejaba sin aliento. De pronto un impulso le sentó en su cama agitado, despertó y respiró, con alivio, al ver el rayo de sol que entraba por la rendija de la persiana de su dormitorio. Una voz tranquila, a su lado, le dijo: "Calma. Ya acabó la pesadilla".

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