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No digas que fue un sueño
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No digas que fue un sueño

Actualizado 21/09/2021
Redacción

Alejandro regresaba hoy a su plaza, a su casa, con el mismo aplomo

No. No era un espejismo, ni un faenón cantado por el paisanaje. Cuando Alejandro Marcos ponía patas arriba hace unos días a La Glorieta con su enorme dimensión, con su toreo caro, hay quien podría pensar en la suerte, en el feliz encuentro con el toro más importante de la feria, aquel sexto de Galache que lo tuvo todo, y todo bueno.

No. Alejandro regresaba hoy a su plaza, a su casa, con el mismo aplomo, como si sobre las hombreras llevase mil corridas toreadas, tratando de tú a las figuras -qué despliegue de oficio, de poder, de técnica y recursos el de Julián López con el quinto- con su serenidad y su clase, con la exquisitez de sus formas, con los vuelos elegantes y gráciles de su capote y el corte clásico, sutil y sabio de su muleta. Con su toreo de cante grande que debe ser escuchado casi como una oración. Porque cuando se hace verdad el milagro del toreo, es como si crujiesen los cimientos de todas las plazas del mundo a la vez.

Cuando un torero grande pisa el ruedo, sus huellas sobre la arena hacen música, esa música callada del toreo que Alejandro atesora en sus muñecas, en su cintura, en su figura, en sus verónicas majestuosas, solemnes; en una media eterna, al ralentí, con el que cerraba plaza y feria, que juro detuvo el reloj de la plaza. Eran cerca de las ocho.

Asentado, lleno de torería con su incierto, indefinido e irregular primero -buen y arriesgado par de Javier Guarrate y magnífica la brega de Joselito Rus- iniciaba su faena con plomo en las zapatillas, asentado, todo torería y clase, domeñando incluso al viento, invitado no deseado en este día de San Mateo que por momentos era un avance del frío otoño en la Meseta, de la caricia gélida de la sierra.

El toro tuvo su aquel por el izquierdo, midiendo mucho, escarbando, mirón, muy cambiante, pero el torero lo sometió a base de seguridad y firmeza, con una cabeza muy despejada. Esta pandemia, la soledad del campo, la reflexión hacia uno mismo, al joven torero de La Fuente de San Esteban le ha valido por cinco vidas. Ha pulido el diamante. La espada emborronó la que hubiese sido una oreja rotunda y merecida, pero cuando la música del toreo suena, es menos amargo, menos vacío, un esportón sin apéndices, que son sólo eso: despojos.

No era un espejismo. El toreo de Alejandro es un toreo de poso, amasado sin prisa, cocido a fuego lento como el buen barro. Lento como el ramillete de verónicas de seda para recibir al sexto, otro toro de nota muy alta, aunque se apagase con prontitud. Lento como esa media eterna que detuvo mi corazón, pura majestad frente a un toro con trapío, serio, fino y muy bien hecho que acudía con prontitud y tuvo clase y humillación, protagonizando ambos el pasaje más estético, más hermoso de toda la tarde. Esa media en la que el mundo entero se recogía en el capote de Alejandro y se abrochaba a su cintura como un abrazo invisible.

No hubo brindis después del excelente puyazo de Alberto Sandoval -qué pedazo de cuadrilla se gasta este torero, plata de ley, azabache fino-; no hubo brindis, pero brotaron sobre el albero los compases callados, la música del encuentro, cuando toro y torero son una sola cosa, en redondo, con la muleta arrastrando por la arena como una lengua susurrando promesas. Conjunción y ritmo, a pesar del viento, aprovechando el buen tranco del toro, que todo lo pedía por abajo y por abajo todo se lo dio Marcos en pasajes de alto voltaje. Pero todo, incluso el amor, tiene un final y la faena fue a menos por la poca duración del toro, que supo enseguida que enfrente no tenía a cualquiera: que enfrente tiene a un torero de muchos, muchos quilates. Y sacó la bandera blanca, rendido a un torerazo.

La estocada esta vez fue fulminante y cayó una oreja. Muchos pedían las dos, dejando como estampa última de la feria unos tendidos con miles de pañuelos como palomas alzando el vuelo. Para entonces, ya habían caído sin ofrecer resistencia los cerrojos de mi alma.

Ya en casa, he cerrado los ojos y he visto a Alejandro abrochándose aún a la cintura el capote en esa media que ya nunca termina, que no era un espejismo. Al abrirlos, con el perfume del toreo sobre la piel, con la música del toreo en este silencio que ahora me envuelve, robo un título de cabecera de aquel genio que fue Terenci Moix, que ponía a taconear mi espíritu, que me desbordaba.

No digas que fue un sueño.