El Mar Menor se asfixia, sus peces y crustáceos corren a la orilla en busca de oxígeno y allí mueren por miles y a toneladas. Más allá de las divergencias entre las diferentes administraciones públicas, sobre este ecocidio (destrucción del medio ambiente, en especial de forma intencionada, según el diccionario de la RAE) las causas de este desastre se encuentran, principalmente, en el constante vertido de nitratos, procedentes de los abonos químicos, que las grandes explotaciones agrícolas vienen practicando en los cultivos intensivos del Campo de Cartagena.
El ritmo de muerte en el Mar Menor, la laguna de agua salada más grande de Europa con sus 17.000 hectáreas y uno de los sistemas acuáticos más valiosos del país, es de tal magnitud, que en 2016 se estimaba que se había perdido el 85% de las praderas marinas, esos pastos marinos que son ecosistemas compuestos por plantas sumergidas bajo el agua marina y que crecen fijándose a diferentes tipos de sustratos como la arena, el lodo, la arcilla o las rocas. Tras décadas de inacción política, abandono y dejar hacer, ha llegado el colapso y está en situación ambiental crítica.
El deterioro comenzó en los años noventa del siglo pasado, cuando empezaron a aparecer las medusas que se alimentaban de los nitratos y a detectarse la contaminación de aguas subterráneas. El proceso de eutrofización crónica que sufre el Mar Menor, es debido a una constante entrada de nutrientes de los abonos agrícolas, que favorecen el crecimiento de algas y otros microorganismos que consumen oxígeno y no dejan entrar la luz, para la vida en el interior de las aguas. Evidencia explícita y contundente de la responsabilidad de la acción humana en los desastres ecológicos.
Al triste episodio de mortandad masiva, ocurrido en octubre de 2019, se suma ahora el de estos días de agosto y, dado los bajos niveles de concentración de oxígeno en las aguas, según últimas mediciones, no se descartan nuevos episodios de muerte masiva de especies marinas en la laguna que, aunque conectada con el Mediterráneo, tenía su propia vida. El exceso de nutrientes en el riego es precisamente lo que alimenta un fitoplancton que causa la disminución de oxígeno y la muerte de los peces.
Los rifirrafes barrio bajeros, que no la política de estado, generan un tipo de convivencia política que no aporta nada, o casi nada, al bien común. Los políticos se pierden, gratuitamente, en cruce de acusaciones entre administraciones públicas que no solucionan nada. El desastre ecológico del Mar Menor es un claro ejemplo de esa inoperancia. Una crisis que lleva décadas gestándose, dando avisos, pero que nadie ha hecho caso, ni ha sido capaz de afrontarla y ponerle soluciones. Una irresponsabilidad política que tiene sus autores y actores concretos.
La creencia y el sentir de los residente y veraneantes de la zona es que el Mar Menor se muere. Allí donde el agua era transparente y una preciosidad de laguna costera, ahora el agua, sin nutrientes, tiene un color verduzco, sin transparencia. En las playas ondea la bandera roja debido al desastre ambiental y la muerte masiva de peces que siembra la orilla, conlleva el cierre de playas y chiringuitos. Los ciudadanos empiezan a estar hartos al comprobar que el problema no se soluciona, sino que va en aumento y piensan en vender sus casas y marchar de allí.
Pero, ¿cómo hemos podido llegar a esto? Hay que decir, que el Campo de Cartagena es una llanura de unos 1.600 kilómetros cuadrados que vierte sus aguas al Mar Menor. El clima es mediterráneo, seco, con una precipitación de apenas 270 litros por metro cuadrado, al año. Claramente insuficiente para el desarrollo agrícola, turístico y de población, generado en el siglo XX. Error palpable de política económica.
En la década de los setenta, la presión agrícola, urbanística y turística, hizo que esa llanura seca se transformara en una zona de regadío, confiando la llegada del agua procedente del trasvase Tajo-Segura, cuyo primer caudal llegó en 1978. La Comunidad de Regantes construyó canales y balsas. En la actualidad, dos desaladoras refuerzan el aporte hídrico.
Desde el 2009, la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS) ha detectado 438 irregularidades graves, relacionadas en su mayoría con vertidos agrícolas y minidesaladoras ilegales de las cuales, según Ecologistas en Acción, hay unas 2.000 en el Campo de Cartagena. Este territorio consumió 167 hectómetros cúbicos en 2019, de los cuales, un 90% provino de los trasvases y la desalación. El trasvase Tajo-Segura aportó un 72%, no es de extrañar que sea polémico, máxime, cuando esa agua se le substrae a Castilla, una zona del país seca, por excelencia.
Según la CHS, es imposible identificar las acciones con consecuencias contaminantes de las 60.000 hectáreas de regadíos de la zona, de las cuales una 9.500 son ilegales. Pero un estudio elaborado por Tragsa, indica que el acuífero cuaternario vertió al Mar Menor 1.575 toneladas de nitrato, solo entre 2018 y 2019. A ello hay que añadir que la construcción de infraestructuras en la costa como playas artificiales, diques, canales náuticos o puertos deportivos, ha ido disminuyendo la capacidad de regeneración de la laguna.
Mientras tanto, el duelo entre las administraciones públicas por el desastre del Mar Menor continua. Es obvio que la Administración Central puede y debe hacer algo, como también lo es que la Administración Autonómica murciana tiene competencias para hacer mucho más de lo que ha hecho, empezando por algo tan sencillo como gestionar los cientos de expedientes sancionadores incoados por la Guardia Civil.
La obligación de hacer algo por salvar la laguna es compartida y pasa por una reducción del número de hectáreas de regadío, un cambio del modelo agrario, y la asunción, por parte de los agricultores, de otra forma de trabajar en la que ellos no sean el problema, sino parte de la solución. Políticos, agricultores, transformadores y ciudadanos hemos de asumir que la ecología y la economía son complementarias, también hemos de lograr que sean compatibles, por el bien de todos y de la humanidad.
Salvemos el Mar Menor. Escuchemos Sol y Sal
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