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El cura de los demonios
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El cura de los demonios

Actualizado 21/06/2021
María Jesús Sánchez Oliva

La culpable de la tragedia de las niñas tinerfeñas ha sido la madre. Ella tiene la culpa por haberle sido infiel a su marido, ella tiene la culpa por haber roto su matrimonio. Si Beatriz hubiera hecho lo que hacían las mujeres de antes (aguantar todo aunque se volvieran locas) a estas horas Ana y Olivia estarían vivas. Estas barbaridades no las digo yo, las ha dicho un cura canario, y no se arrepiente de ello.

En una cosa tiene razón el cura de los demonios: las mujeres de antes aguantaban todo lo que hubiera que aguantar aunque se volvieran locas. No les quedaba más remedio. Se lo exigía Franco: salvo contadas excepciones, las mujeres, una vez casadas, perdían el derecho al trabajo, y dejaban de depender del padre, para depender del marido. Ni siquiera podían abrir una cuenta bancaria sin la autorización del uno o del otro. Por eso tuvo que crear las pensiones de viudedad aunque no todas las viudas podían cobrarla. Pero esa es otra historia. También la sociedad: si alguna decidía rebelarse a su marido, se convertía en una perdida por muy santa que fuera, y hasta la familia, avergonzada de ella, le cerraba las puertas. Tampoco podían optar por no casarse. Quedarse soltera era la mayor de las desgracias. Se ha quedado para vestir santos, decían de ella parientes, vecinos y amigos, que era como decir que no valían para nada. Ante tanto aislamiento la única salida que tenían era casarse con el primero que llegara si los veinte y pocos años se le echaban encima. Después ya no era fácil encontrar pretendientes. Y de quién tendrían que depender al morir los padres? Y por último la Iglesia: lo que Dios unía, según los curas, no podía deshacerlo el hombre, y para ganar el cielo las mujeres tenían que aguantar hasta la muerte al mochuelo con el que habían cargado.

Los hombres, sin embargo, tenían licencia para todo: ellos podían llenar los burdeles y hasta presumir de ello porque estaba bien visto; si tenían dinero, les ponían un piso a su querida, y eran la envidia de todos; si se iban de fiesta y volvían sin dinero, sus amigos celebraban su compañía, para ahorrar y ocuparse de los hijos ya dejaban a la mujer en casa, y por cierto, no había cura que se preciara de serlo que no tuviera su ama en casa, y no creo yo que todos la tuvieran solo para ponerle el plato en la mesa y cepillarles la sotana.

Estas cosas, gracias a los hombres, no a Dios, han cambiado afortunadamente. Hoy las mujeres pueden trabajar, nadie las va a despreciar porque sean casadas, solteras, viudas o divorciadas, pueden solicitar una hipoteca sin tener que contar con un hombre, pueden cambiar de marido, iniciar una nueva relación, o quedarse sin pareja, pueden decidir si vivir solas o acompañadas, si salir de fiesta con sus amigos o quedarse en casa, si vestirse de una manera o vestirse de otra? y el hombre que no esté a gusto con la que ha elegido, no tiene necesidad de aguantarla, solo tiene que pedirle el divorcio y a buscar otra que le venga mejor.

No sé cuántos años tendrá el cura de los demonios, pero es evidente que se ha quedado estancado en la época de los latines, y el Papa de Roma o quien corresponda debería recordarle lo único del catecismo que a mí no se me ha olvidado: que el quinto mandamiento, salvo que lo hayan cambiado, prohíbe matar, y no decía a mujeres, ni a niños, ni a hombres, ni a blancos, ni a negros, ni a guapos, ni a feos, ni a sanos, ni a enfermos, ni a listos, ni a torpes, ni a pobres, ni a ricos, ni a buenos, ni a malos? prohibía, sencillamente, matar.

Esperemos que el cura de los demonios se haya quedado sin feligreses, y de quedarle alguno, que no aprenda su lección.

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