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Relecturas
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Relecturas

Actualizado 31/03/2021
Manuel Alcántara

Uno de los hábitos que introdujo en su vida sin saber cuánto duraría fue la caminata que hacía a diario hasta la casa de ella. Ambos se habían jubilado casi a la par y habían fijado su residencia en sendos pueblos donde tenían la casa familiar que distaban exactamente una legua. Durante sus años mozos llegaron a tener una amistad intermitente. Luego, la vida los separó, aunque no del todo. Encuentros casuales durante las vacaciones o en efemérides de algún conocido común supusieron reuniones amables donde actualizar sus historias y trazar deseos de citas ambiguas que nunca se saldaron.

Una llamada de cortesía hace un año avivó la posibilidad de encontrarse, mejor donde ella pues secuelas de un accidente hacían difícil su movilidad. Así, no se lo pensó dos veces y tomó el viejo camino que bordea el páramo salpicado por encinas que sobreviven en medio de campos de labranza. A buen ritmo tardaba una hora, ¿era esa la razón por la que se había estandarizado esa medida de longitud que todavía mantenían los lugareños, pero solo referida a la distancia entre los dos pueblos? Pensó que sería una manera de mantenerse en forma. En compensación a la caminata ella tomó la costumbre de preparar chocolate con picatostes.

Los encuentros al principio sirvieron para ponerse al día y para evaluar el significado de lo que estaba ocurriendo. De las certezas del pasado saltaban a la incertidumbre del mañana. Si sus andanzas traslucían una vida prosaica donde apenas sobresalían un par de destellos, el futuro arruinaba los precarios planes de viajes a lugares deseados. Decían con cierta efusión que mientras su existencia hasta entonces les pertenecía, con sus fracasos y sus logros, lo que estaba a la vuelta de la esquina era patrimonio de un narrador omnisciente al que no controlaban, de un relato que los marginaba y que no entendían. Entonces tomaron una decisión.

Puesto que ambos eran letraheridos acordaron que durante la visita no solo endulzarían el rato, sino que aprovecharían para contarse lo que habían leído el día anterior no dando lugar a divagación alguna sobre la situación del mundo. Así, durante el lapso en que estuvieran juntos doblarían su bagaje novelesco y ganarían en salud mental al no dar vueltas a lo que hacían o dejaban de hacer las autoridades. Dicho y hecho.

Sin embargo, pronto notó que casi doblaba el tiempo en andar la legua. Resultaba que iba tan absorto en rememorar sus lecturas para no olvidarlas que reescribía en su cabeza en cada recodo del camino lo leído, se detenía para entender otros posibles significados de una frase que había encontrado enigmática y la parsimonia de sus soliloquios se trasladaba a sus pasos. Al regreso repasaba lo que había escuchado de ella sopesando los matices de su voz; formulaba otra versión pues mezclaba lo narrado con lo que las sombras de las encinas le sugerían en una espiral creativa que lo agotaba; cuando se detenía escuchaba la nueva versión que el viento le brindaba.

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