Fue una mañana clara, soleada, que no me permitió dudar de lo que acababa de ver, aunque mi mente dudara si no habría sido alucinación o alucinosis. Lo que vi era una persona de mediana edad, que me llamó la atención sobre todo por una mirada tan perdida como jamás he visto a nadie, durante toda mi vida tratando enfermos mentales: en su mirada no pude ni imaginar si miraba a algo o en alguna dirección, ni si había alguna expresión emocional en su rostro, salvo un terror indefinido y sin esperanza, como si viniera de un infierno y se acercara irremediablemente a otro. Su vestimenta era normal: mascarilla blanca (como en la actualidad es habitual) pantalón deportivo desvaído, gorra visera, chaqueta negra de chándal?pero al cruzarme con él sentí un escalofrío como si un viento helado me hubiera atravesado los pulmones.
El shock no terminó esa mañana, ni ese día. Ya anochecido ( recuerdo que aún el toque de queda comenzaba a las 20 horas), sobre las 9 de la noche vi por la ventana otra persona similar a la de la mañana; algo más joven, también con gorra visera, camiseta y deportivas blancas; la mayor diferencia con el de la mañana era que iba con el móvil entre sus manos, y la luz de la pantalla me permitió ver a distancia su mirada fija, sin el menor movimiento ocular, sin que se pudiera decir que miraba algo o sus ojos estaban ciegos. Si las máquinas pudieran andar, podría decir que caminaba como una máquina.
La pesadilla de zombis siguió los siguientes días. Me sentía tan aterrorizado que no la comenté con nadie. Al día siguiente, sobre las 14 horas, vi un tercero más peculiar. Este apareció en coche, en una zona prohibida doblemente (por señales de tráfico y por la policía que de vez en cuando pasa por allí a recordar la prohibición); se bajó del coche con su mirada fija hacia un "adelante" sin definir, dejó un perrito atado con una cuerda al alerón y desapareció veloz; a los pocos minutos, de nuevo solo ( esperaba que fuera uno de los padres que se obligan a llevar y recoger a sus hijos al colegio en coche) desató al perrito, lo arrojó al interior y arrancó, sin mirar a ningún lado.
Aquella noche, sobre las 11h, cuando habitualmente bajo las persianas y hecho un último vistazo a los puentes iluminados, sin un alma alrededor, en estas noches de pandemia, vi de frente a una mujer joven, con abrigo gris, capucha y mascarilla, que parecía estar hablando sola. Pero cuando pasó cerca de mi ventana observé ¡que no hablaba!, ¡solo movía los labios!; su mirada, como los anteriores zombis o extraños tipos, estaba, o era, un vacío.
Ya en la cama, sin poder dormir pensando en esos seres que de repente encontraba, llegué a la conclusión de que los cuatro tenían varias características comunes: iban solos, no hablaban, tenían la mirada fija, vacía y extraviada, como si no supieran de dónde venían ni a dónde se dirigían ( ni siquiera el del coche) y su atuendo no destacaba mucho del normal. Eran jóvenes o de mediana edad, ninguno mayor.
De repente me vino una pavorosa idea: ¿Y si esos "zombis" no eran tales zombis sino personas normales y corrientes que de repente se sentían atacados por una súbita crisis de despersonalización que les hacía salir de su casa o dejar lo que estaban haciendo, y echarse a deambular, sin pensamientos ni intenciones, sin poderlo evitar, perdiendo la conciencia de su identidad y de sus deseos y temores? ¿Y si estaba siendo testigo del nacimiento de un nuevo síndrome psiquiátrico de despersonalización pandémica, nacido del intenso miedo y desorientación sobre lo que nos estaba ocurriendo a todos, pero que una minoría tenía esa respuesta sufriente y escalofriante?
Aquella noche insomne, también yo me extravié en mis reflexiones y solo pude, de madrugada, reorientarme y tomar la decisión de no volver a leer ningún cuento ni de Allan Poe ni de Guy de Maupassant. Recé para que mi disminuido equilibrio mental no me hubiera hecho una mala pasada.
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