Yo acababa de regresar de La Mancha donde en algún lugar se había celebrado un homenaje al mejor poeta de Salamanca de los últimos 100 años. Es extraño lo que sucede con La Mancha, tierra de poetas nacidos allí o de acogida, no deja de hervir en movimientos culturales que delatan el hervor de su vida. Se trataba de un homenaje repetido porque donde no esperabas una llamita de él, allí se alzaba también su geografía como en el resto del país reclamando otro acto de amor a su obra y a su nombre.
Tiempo atrás hablé con mi amigo Alfredo Piquer, doctor en Bellas Artes, profesor, poeta, pintor, y director del grupo poético del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Larga carrera la de Alfredo. Y fue Alfredo quien le mentó para decir: de todo lo que hice en la vida, una de las cosas que me acercaron a la felicidad es haber expuestos mis cuadros junto a los suyos.
En una cosa coinciden todos: en que estamos desde hace muchos años ante un hombre diferente, que se les escapa su clasificación. Quizás porque su hervidero creador fue tan grande que supera críticas y análisis.
Fue por entonces cuando yo volví a meter un poco el hocico en la Salamanca actual, tras décadas de silencio. Y fue cuando, al mentar su nombre, la respuesta fue hija gemela de aquellos años en los que la idea de un infinito resultaba impertinente: sí, ahora está de moda hablar mucho de él. Tras el paso de una nube que creía guardiana, concluí: ni está de moda ni estuvo nunca. Quienes estaban de moda eran los poetas oficiales de la ciudad de entonces.
La literatura es la memoria de la historia, eso se sabe. Pero la música es la historia que una y otra vez vuelve de las manos de los músicos en tiempo real.
Aquella noche se estremeció cuando la leyenda de muchos años (pelo y barba blancos) borró cualquier atisbo de duda: "si llama un izquierdista, que entre; si llama un anarquista, que entre y se quede".
Todo fue música, reencuentros, y el fuego de una comunidad que lejos de extinguirse, firmó su futuro enlazando relevos de generación en generación (Olga y su hijo Nagot, Rogelio y su hija Ida). Aldolfo Celdrán me aseguró que jamás dejó de cantar, pese a tantos años de persecución. Y luego sus conversaciones con Josefina Manresa en su casa de Miguel Hernández, el cadáver más digno.
Cuando sonaron los primeros acordes de la guitarra de Amancio Prada, hubo un estertor de perplejidad. Y cuando María Guivernau puso los versos a bailar de la mano de Rafa Mora y Moncho Otero, y cuando Julia León llamó a la alegría para que se sumase, y cuando tantos fueron alargando el tiempo para que no se detuviese. Pero el tiempo no se detuvo ni con el maestro Pablo Guerrero Cabanillas ni con nadie.
En aquella noche madrileña había un capítulo para nuestro Nino Sánchez, el obrero universitario de Los Pizarrales que lo dejó todo por una guitarra y unos versos. A Nino Sánchez le lanzó Barcelona y desde ese momento el cantautor salmantino estuvo con los mejores, pero sobre todo con el pueblo y con la gente. Tres semanas antes de su protagonismo en Madrid, inesperadamente se no fue. Llegamos tarde. No sé si a Nino le bastó con lo que Salamanca le dio, es seguro que no le devolvió en un solo instante toda una vida promulgando el nombre de su tierra.
Ahora hay un mozo de aguardiente, está en la flor de la vida, se repite la historia aunque uno quiere que falte ese final donde tarde es nunca. Gabriel Calvo es serrano, como aquella hermosa mujer de Antonio Melero que detrás de la barra de La Covachuela se dejaba ver de catedráticos y estudiantes, todos poetas.
Gabriel Calvo es un cantautor sin horizontes, porque cultiva la cultura no sólo en el labrantío de nuestra tierra, la propaga como una ola llenita de memoria, de aquellas vidas que hoy siguen aquí porque él las pone boca arriba en teatros, plazas, calles, donde esté la gente. No desmiente al pasado, a todos los pasados, sino que los hace palpitar. Y volvemos a ellos, y sabemos de ellos, su amor los abraza y nos abraza.
Este hijo de Monforte de la Sierra, la Salamanca más verde, quizás la más guapa, tiene la sagacidad seductora de los amantes, de quienes apasionadamente rescatan la historia de nuestra tierra, de quienes saben pronunciar cada silencio dormido en retratos oscuros, o tal vez ni eso.
Nos vamos haciendo viejos ataviados de tardanzas. Nos merecemos que hermanos de tierra y sueños tengan su memoria física en un gesto mineral que desde una pared, una plaza, una calle que Gabriel Calvo vivió más que nadie, le diga a nuestros nietos al pasar dónde están las llaves de todo lo que un día fuimos. Y antes que nosotros, los rostros fundidos de los que construyeron caminos para todos los viajes que mucho tiempo después nos llevan de la mano al origen, al paisaje, a los semblantes que respiraron el aire y las costumbres de nuestra Salamanca.
Gabriel Calvo abre cada día más los postigos de Monforte de la Sierra y de todos los pueblos que giran en su música y al oírle ya saben que se acabaron las brumas, y es hora otra vez de encender el tiempo y entregarse a él como los niños de antes a los ríos de verano.
Gabriel Calvo ha recogido el guante de aquellos primeros intérpretes del folklore que a través de la música y de la literatura encontraron la fórmula para mantener viva la llamita de la sabiduría popular. Entre el Arcipreste de Talavera y su cháchara de las comadres allá en el Medievo y nuestro Gabriel Calvo no se ha quedado atrás ninguna pureza, muy al contrario nuestro salmantino ha laborado hasta conocer el universo total y al llevarlo a este siglo, se vea más, mejor, más rico.
Gabriel Calvo pudo buscar el camino más fácil: encontrarse a sí mismo. Pero su talento y su corazón se llevan muy bien. Y supo desde siempre que la tradición de nuestra tierra, sus formas y sus motivos, no debían quedar en la visión movediza de los recuerdos antiguos, sino que desde ese punto de apoyo debía construir una obra creativa donde haya posibilidades de pervivir más allá de nosotros, más allá de él mismo. En ello está.
Y supongo que Monforte de la Sierra lo sabe. Y supongo que Salamanca lo sabe. Y todos sabemos que tarde es muchas veces nunca. No dejemos que ese equipaje de amor a lo nuestro se quede solo. Y se olvide como se han olvidado las respuestas que respondían a todas las preguntas. A veces la presencia de un nombre perdurando físicamente en un gesto más allá de nuestro tiempo es suficiente para que la curiosidad de los niños futuros atrape ese hilo y llegue al principio de nuestras historias. No hay nada peor para futuros que la memoria deshabitada. Esta vez estamos a tiempo.
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