La violencia engendra violencia. Se trata de un axioma en el que casi todos podríamos estar de acuerdo y, por si hubiera alguna duda, ahí está el informe presentado recientemente por director del FBI (Oficina Federal de Investigación de Estados Unidos), Christopher Wray, ante el Comité Judicial del Senado, que pone de manifiesto cómo se ha disparado el extremismo violento y han aumento los casos de "terrorismo nacional", así le llaman ellos, tras el asalto al Capitolio el pasado 6 de enero. La propia Cámara de Representantes de Estados Unidos suspendió la sesión que tenía prevista para el jueves día 4 marzo, tras la alerta de un plan para asaltar de nuevo el Congreso.
Históricamente, los tiempos convulsos debidos a pandemias o grandes crisis, han traído violencias de todo tipo. Pero no es la pandemia del coronavirus la única causa de la violencia que hoy nos rodea y embarga.
Manifestaciones de violencia estamos encontrando en la práctica política. Calificando a gobiernos constitucionales de ilegítimos, de criminales, o discursos xenófobos que incitan a la violencia de unos contra otros. La crispación política no es un buen ejemplo para la ciudadanía ni para la paz.
Manifestaciones legítimas reivindicando el derecho a la libertad que, tras discurrir en una primera fase de forma pacífica, se convierten en violencia física callejera intolerable e inexplicable, hasta alcanzar el grado de terrorismo urbano de baja intensidad.
Violencia de género cuyos maltratadores someten a personas a profundas e intensas torturas diarias y que con demasiada frecuencia terminan en asesinatos.
Violencia verbal y de gestos que rompen todo tipo de comunicación y de relaciones para una convivencia en paz.
Y la más sutil de todas las violencias, la psicológica o emocional. Esa forma de violencia que apenas se ve, pero que encierra un maltrato manifestado en indiferencias, ignorancias, celos patológicos, descalificaciones, humillaciones, manipulaciones, coacciones, chantajes, intimidaciones, prohibiciones, gritos, insultos o amenazas.
Conjunto de violencias, entre otras, que enturbian la convivencia en el seno de la pareja, de la familia, de la comunidad, de las organizaciones y la paz social. En una sociedad democráticamente avanzada como es la española no cabe esa violencia que no lleva a ninguna parte.
No es de recibo la menor justificación o tibieza frente a la violencia callejera por parte de algunos partidos o administraciones públicas. Ni tampoco es suficiente con que se limiten a condenarla, eso ya lo hacen los ciudadanos y los medios de comunicación. A ellos, a los poderes públicos, les toca velar por la seguridad ciudadana, les corresponde evitar que la violencia llegue a producirse y si se produjera, controlarla, protegiendo a los ciudadanos, los bienes y el bienestar común.
La política en primer lugar, los políticos, las instituciones, las organizaciones privadas, los ciudadanos y la sociedad en su conjunto, debemos aislar política y socialmente a los violentos. Todos deberíamos conjurarnos contra la violencia, sea del signo que sea y, especialmente, la callejera convertida en vandalismo.
La violencia callejera desencadenada recientemente tras el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél y a lo largo de casi 15 días, supera el legítimo derecho a la protesta y ha traspasado los límites de lo tolerable. La gravedad de los disturbios con saqueo de comercios u hoteles y destrozos en el mobiliario urbano; altercados con ataques a una comisaría de policía y la quema de un furgón de la Guardia Urbana con un agente dentro en el centro de Barcelona, es impropio de una sociedad desarrollada y democrática como la española.
Por mucho que algunos se empeñen en amparar tales actos vandálicos en que no estamos en una democracia perfecta, como no lo es ninguna y en la que, por supuesto, hay que mejorar algunos aspectos fundamentales y otros no tan fundamentales para la convivencia. Conviene tener presente que la violencia jamás es, ni debería ser, el camino.
No se trata solo de la libertad de expresión y el derecho a manifestarse que, por supuesto, hay que defender; ni de la falta de expectativas para una juventud que encadena una crisis tras otra con un alto índice de desempleo. Razones ambas suficientes para la protesta pacífica que secundan la mayoría de los jóvenes, pero no podemos cargarles con el mochuelo de los altercados, porque estos son cosa de unos cuantos violentos a los que hay que aislar.
Mas lo que parece es que detrás de esa violencia hay una estrategia de algunas fuerzas políticas interesadas en controlar Cataluña. Quizás por eso, unas 300 organizaciones catalanas de empresarios, comerciantes y entidades cívicas que aglutinan el 90% del PIB catalán, han enviado un mensaje a los violentos, firmando un manifiesto en el que dicen "¡Basta ya?!" de violencia en las calles y de crispación política, "?centrémonos en la recuperación".
El malestar social agravado por la pandemia y sus crisis consecuentes es un caldo de cultivo para la explosión social y un aviso para los dirigentes en los gobiernos o fuera de ellos, pero todos responsables de tomar iniciativas, proyectos y consensos que nos saquen de la pandemia y de las crisis, antes de caer en la desmoralización social que ahonde ese miedo a la pandemia que ya ha producido el llanto en un tercio de la población y que perjudique la salud mental, individual y colectiva.
Con el ánimo de que sea para más que un día, escuchemos a José Luis Perales en Una canción para la Paz....
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