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El puente de Enrique Estevan, corona del río
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Itinerario salmantino XXXIII

El puente de Enrique Estevan, corona del río

Actualizado 05/03/2021
José Amador Martín y Charo Alonso

Quiso el destino que un concejal subversivo se negara a cambiar el curso de la joya romana para que pasase por encima del Tormes la modernidad

Peines del Tormes, los puentes son la puntada por la que se asoma el sol, se cosen las orillas y pasa el agua, eterno curso de espejo del Alto Soto de Torres unamuniano. Salamanca se mira en el agua y se acicala con la diadema de encaje de sus espumas, sus puentes de piedra milenaria, sus puentes de hierro acariciado por un tiempo de escuadra y cartabón.El puente de Enrique Estevan, corona del río | Imagen 1

Porque quiso el destino que un concejal subversivo se negara a cambiar el curso de la joya romana para que pasase por encima del río la modernidad, y fue tal su encono contra la destrucción alevosa en 1890, que el puente nuevo recibió el nombre del edil liberal con errata incluida y Enrique Estevan pasó a la posteridad aunque en mis retornos infantiles del pueblo, cuando cruzábamos el río, siempre lo llamaba mi padre "El puente nuevo" o "El puente de hierro". Joya de la edad de la metalurgia salmantina, trazada con el compás de La Casa Lis, la Plaza de Toros, el Mercado? eran los tiempos de fragua y de un Vulcano feroz que levantó en la ciudad de piedra la modernidad con sus gláciles arcos de ferralla. Proyectado en 1898 por el ingeniero Saturnino Zufiaurre y Goicoechea y finalizado en el 1913, tenía ese aire de los discípulos de Eiffel de amplios arcos sostenidos por estribos y pilas de fábrica que elevan el encaje de un delirio de arquillos de herradura, estrellas de David, geometrías de vigas que se entrecruzan en una exquisita danza. Es el broche de la modernidad que une las dos orillas, la de los molinos y las alamedas y la de las curtiderías y las lavanderas.

Porque la orilla del río era industriosa y multitudinaria. A ella acudían los pescadores, las mujeres que se arrodillaban a lavar a la vera del río a despecho de los vertidos de cloacas y fábricas de curtidos como la de Miguel de Lis, que quiso su casa de cristal y hierro mirando al río que nos refleja. La catedral pareció no achantarse, en tiempos de los Moneo y los Mirat, ya que la piedra le hizo espacio a la columna colada, a la glácil arquitectura de quienes alfombraron la tierra de rieles para que pasara el ferrocarril. Nadie detiene, ni siquiera en la ciudad letrada, el curso de la historia, y se alzan los arcos ligeros como en un gótico metalúrgico, y el puente despliega su abanico coqueto de aires moros, de ojos y luces por donde no solo pasa el agua, El puente de Enrique Estevan, corona del río | Imagen 2sino ese atardecer dorado de piedra de Villamayor que retrata Amador con sensibilidad infinita. El ocaso en el alto soto de torres es un derroche de oro sobre el río de los romanos, sobre los puentes que ciñen y unen las dos orillas de una ciudad a la que se llega con la hermosa imagen de las dos catedrales erguidas sobre la ciudad monumental. Salamanca, Salamanca, renaciente maravilla? y Unamuno pasea por los puentes que unen, las tertulias que estrechan y no hay orillas más hondas que las de los hermanos que se cruzan y se abrazan a través de los puentes. Y de puente a puente porque me lleva la corriente.

El río que se canda en invierno, el río que nos lleva allá hacia el Viaducto de la Salud que ya no existe, el río que se desborda y entra en las fábricas de la luz, en el anatómico de la Universidad donde se hacían las autopsias mirando al río de todos los molinos y de todas las represas y pesqueras, tiene en el puente de Enrique Estevan su joya de hierro, ahí donde dijera el Lazarillo que nació en el molino de donde tomó su sobrenombre, porque era propio de los héroes nacer en el agua y volverse inmortales con su bautizo de orillas de carrizos, juncos, aceñas, albañales, cigüeñas y puentes por donde cruzar la historia. Y ya en la modernidad, el puente de hierro, joya ligera de luz con la que adornar la pesada ciudad de piedra, densa y cimentada en una historia de sillares y torres donde moran las cigüeñas, se ilumina con el destello de plata del agua que riela. Es el tiempo que pasa y que retrata Amador desde la baranda romántica de un río que se remansa enamorado del perfil de la ciudad letrada, espejo de su belleza.

Dueño de la paleta de los atardeceres, Amador se asoma al puente con la calma machadiana de quien ve en el transcurrir de las aguas, el tiempo que acaricia las orillas del Arrabal, del Tejares que mira la ciudad señorial alzada junto al río. Los puentes peinan sus cabellos de agua y el agua nos devuelve la belleza de una ciudad nimbada en luz que se recorta contra los atardeceres magistrales de Amador Martín. El puente es una joya de plata que ilumina la llegada a la ciudad y arquea su lomo morisco que ronronea con el paso del tráfico y el rumor del agua. Mientras, con la quietud de su tiempo, el Puente Romano deja que los pasos acaricien sus sillares seculares. Es el empeño de un concejal que supo imponer la cordura en tiempos de cambio de siglo, es la joya de hierro emparentada con la torre parisina, es el hermoso puente de Enrique Estevan, aquel que cruzó el Rubicón de la modernidad sobre el río que nos lleva.

Amador Martín, Charo Alonso.