Después de los no-carnavales, de la mascarilla en lugar de la mascarada, del lamento quejumbroso y dolido por el fin de la no-fiesta, en lugar del grito ebrio de orgía y desenfreno? Llega el miércoles de ceniza y se cierra o comienza otro ciclo gris y sin relieve, como no sea el relieve en sierra del sube-baja de cifras de infectados, hospitalizados, incidencias, aprovisionamiento de vacunas, etc. Y detrás de todo ello, tras puertas cerradas y trapas bajadas, el miedo. El miedo se expande a sus anchas y agrieta aun más si cabe la tersura de los días que quisieron ser primavera.
¿Por qué tanto silencio sobre el miedo? ¿Por qué no hacerse eco de este sentimiento espontáneo, natural, y sin embargo reprimido? Nos da vergüenza tener miedo, ni siquiera lo mencionamos: decimos síndrome pandémico y florituras semejantes. Nos habíamos creído por encima de aquella pesadumbre que asolaba a nuestros antepasados, cuando las grandes catástrofes, por ejemplo la peste interminetente e interminable en Europa entre los siglos XIV y XVIII... Releo la Historia del miedo en Occidente de J. Delumeau, y me parece estar leyendo la crónica de cualquier periódico o cualquier post de las últimas semanas.
Pero de verdad ¿no hemos aprendido nada? Ni siquiera a situarnos en un horizonte histórico. Nos creemos los primeros en sufrir, inmerecidamente castigados, por supuesto, y clamamos constantemente el "no hay derecho", como niños relegados en el cuarto oscuro.
¿Por qué nosotros deberíamos estar a salvo más que otras generaciones o civilizaciones?, ¿acaso somos mejores? Justamente la vanidad, la soberbia, y un cierto sentimiento de justicia universal privativa, eso sí, de ciertas regiones del planeta o estamento social, creo que nos hacen más insensatos y frágiles. Es la vergüenza de tantos miedos inconfesables y ocultos que se ha disfrazado durante demasiado tiempo de insensatez y estulticia lo que nos pone más a tiro. La secularización, incluso, que no se ha tornado en verdadera crítica de creencias ni devociones absurdas, sino en idolatría del poder político y económico, hace que no tengamos donde mirar.
Señala Delumeau que en tiempos de peste, entre el miedo individual y colectivo, hay una pérdida notable de espíritu crítico, y una desaparición del sentimiento individual de responsabilidad (del hacerse cargo) en la desgracia. Además, añade, en estas situaciones de mortalidad asfixiante, de contagio permanente, de deterioro de las relaciones interpersonales a las que el individuo se ve abocado por el aislamiento, el hombre medio no existe, hay un proceso de disolución y despersonalización, que hace a las sociedades mucho más vulnerables, y a los individuos en su vida privada irritables, miedosos y enfermizos.
Este magnífico estudio es de 1978, muchas cosas han sucedido en Europa y en el mundo desde entonces, por eso sorprende más su actualidad. Interesante constatar cómo ese diálogo permanente con el miedo y la desgracia que las civilizaciones han ido estableciendo y exorcizando de diversas maneras a lo largo de los siglos, se ha interrumpido en cierto modo en nuestro mundo globalizado. Mientras nuestro tiempo postmoderno y postmilenarista se había refugiado en una falsa seguridad, nos encontramos más expuestos que nunca al miedo ancestral, alentado por tantas imágenes que circulan por la red y nos presentan distopías y pesadillas inconfesadas.
Y si "polvo eres..." , de aquellos polvos estos lodos, o cenizas ¿en las que reconocernos? Bueno será traer a la memoria los versos de Jorge Manrique, para ser capaces de ponderar en su justo medio de prudencia y serenidad el tiempo que nos ha tocado vivir:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte,
tan callando...
Y pues vemos lo presente
como en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente
daremos lo no venido
por pasado.
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